Quiero responder a quienes parecen interesados en el tema de los textos como instrumentos de enseñanza y aprendizaje en la universidad. Para empezar: el manejo de los textos debe traerlo aprendido el alumno desde la escuela. Los tres últimos años de Secundaria deben haber acostumbrado al alumno a buscar y beber conocimiento en sus textos escolares. En la enseñanza superior, ese manejo se perfecciona y enriquece, pero no se inicia. Libros teóricos y documentos son los textos que debe el alumno acostumbrarse a manejar en la universidad. Un texto para cada asignatura deben haber acostumbrado a los muchachos, a lo largo de la secundaria, a reflexionar.
En el umbral de los estudios superiores, un estudiante debería hoy, antes de presentarse a la universidad, haber leído, por lo menos, dos textos medulares. Pienso en “La política”, de Aristóteles, y en “Las reglas para la conducción del espíritu”, de Descartes. Los libros con que los estudios superiores nos enfrentan están destinados a prepararnos para la reflexión en amplitud y en profundidad. De otro lado, muchos de ellos nos han de provocar dudas sobre lo que hemos aprendido. La universidad nos permite descubrir el arma de la investigación y nos habitúa a la frecuentación oportuna de la duda. La ciencia progresa de rectificación en rectificación.
No voy a desconocer al desconcierto a que se sienten convocados los profesores que tropiezan por vez primera con alumnos que acaban de finalizar
Cuesta mucho aprender a distinguir entre ‘información’ y ‘conocimiento’. En los libros no está asegurado. Es la hora de descubrir que leer es una operación que compromete no solo a los ojos fisiológicos sino que reclama la actividad de los ojos mentales. Si no comprendemos lo que leemos, nunca podremos explicar lo leído. Y si no cabe explicación, no hay aprovechamiento cierto.
Pero hay otro problema. En muchas instituciones se está generalizando reemplazar la lectura de libros por la de una selección de capítulos: las ‘copias xerox’ a que se recurre en cada curso. La excusa subliminal que legitima el procedimiento suele estar anclada en dos razones por ahora sin calificación:
a) los libros son caros,
b) No hay muchos ejemplares en librerías ni en la biblioteca de la universidad. Quienes han llamado la atención sobre estos hechos han censurado esta costumbre, y con harta razón. Una cosa es preparar una antología de artículos dispersos en revistas especializadas y ofrecerlos reunidos porque se facilita la lectura en un solo sentido sobre un tema específico. No se logra ni se puede perseguir lo mismo desglosando uno o dos capítulos de un texto, y hacer creer al lector que con eso puede dar por leído todo el original. No, y mil veces no. Un libro contiene una unidad de doctrina, y la universidad no puede inducir a error autorizando o proponiendo estudios fragmentados. El artículo en una revista es un trabajo único e independiente. No tiene esa característica el capítulo de un texto desglosado de su unidad.
Es claro que cuando hablo de libros de texto estoy pensando obligadamente en los maestros, sin cuyo ojo vigilante el libro no tiene nada que ofrecer al alumno secundario. Y un alumno, sin esa viva experiencia escolar, perdido tiene que estar ante un texto universitario, destinado a reflexionar y debatir. Durante estos últimos 15 años, he vivido de cerca esta situación. He tenido que reemplazar algunos textos fundamentales por otros. Eso obliga a modificar los criterios de evaluación. Pero si no cuidamos ser exigentes con las lecturas, no estamos defendiendo el prestigio de la universidad y estamos descuidando nuestra responsabilidad docente.
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