lunes, 28 de diciembre de 2009

Post-imperialismo: para una discusión después del post-colonialismo y multiculturalismo*

Gustavo Lins Ribeiro**

“El poder de narrar, o de bloquear la formación o emergencia de otras narrativas, es muy importante para la cultura y el imperialismo, y constituye una de las principales conexiones entre ellos”
(Edward Said)
Los años noventa vieron la concretización o intensificación de muchas transformaciones: el final de la guerra fría con el desarrollo de una nueva geopolítica global; el crecimiento sin precedentes del transnacionalismo en una era de capitalismo flexible (Harvey, 1989; Ribeiro, 1999[a]); la hegemonía de nuevos sectores industriales hitech, con el “informacionalismo” (Castells, 1996) y las biotecnologías (Rabinow, 1992; Escobar, 1994) impactando la economía, la cultura, la política, las mentes y los cuerpos. La década también vio la consolidación de nuevos movimientos sociales que introdujeron otros estilos y demandas en la cultura política contemporánea (Alvarez, Dagnino y Escobar, 1998).
Ninguna ciencia social podría quedarse inmune frente a cambios tan poderosos. Esto es particularmente verdadero para la antropología, una disciplina siempre sensible a la dinámica y cambios del sistema mundial1. En retrospectiva, veo a los años noventa como una década de crisis teórica e intelectual para la antropología.
Un momento en que la disciplina, tal vez más que nunca, recurrió a recursos externos a sus propios límites, fortaleció nuevos diálogos y enfrentó nuevos y difíciles desafíos políticos y académicos. En el proceso, la antropología cambió su propia identidad y –como suele suceder en estos casos– tuvo una vez más que repensar su propio perfil y futuro.

Los antropólogos latinoamericanos estamos en una posición única frente a esta coyuntura internacional de la disciplina. Por un lado, no somos miembros de los ricos centros imperiales (de hoy o del pasado) como lo son nuestros colegas norteamericanos y europeos, pero compartimos con ellos la herencia formativa de los cánones de Occidente. Por otro lado, no somos educados en grandes tradiciones no-occidentales como lo son nuestros colegas asiáticos, pero compartimos con ellos historias de inserción en posiciones subordinadas internas a imperios capitalistas occidentales.
Este trabajo se ubica así en un locus y coyuntura difíciles. Debe ser comprendido como una crítica exploratoria de algunas de las perspectivas de los debates contemporáneos sobre la relación “cultura y política”. Como se verá, presento una perspectiva crítica pero no de negación sobre las relaciones entre la antropología y las diversas disciplinas o tendencias, como los estudios culturales y postcoloniales, que hoy hablan acerca de lo cultural. También me preocupa el traslado acrítico de nociones e interpretaciones que, marcadas por sus contextos originales, ganan vida pública, y por lo tanto política, en otras situaciones.
Quiero dejar claro que no se trata aquí de hacer una defensa corporativa ni tampoco la de ningún canon. Es evidente que varios tipos de intelectuales pueden hacer interpretaciones refinadas de manera independiente a sus afiliaciones académicas y profesionales, o a sus nacionalidades. La transfertilización es un factor positivo, frecuente, y la vida y las visiones académicas y políticas estarán siempre influenciadas por intercambios internacionales. De hecho, el flujo de los
“ideopanoramas” (Appadurai, 1990) también aumenta con la globalización, lo que trae nuevas cuestiones para las relaciones entre lo global y lo local. La indigenización de teorías e ideologías será un problema cada vez más complejo.


Un diálogo crítico con el post-colonialismo y el multiculturalismo

En una sesión en el congreso de la Asociación Americana de Antropología (AAA), en 1999, una joven antropóloga norteamericana clasificó al Brasil contemporáneo como un “país post-colonial”. Este hecho reforzó mi comprensión de que una crítica a la aplicación de la “teoría post-colonial” para pensar América Latina era altamente necesaria. El mismo hecho también mostró cómo la diseminación de “teorías” y/o conceptos puede seguir caminos similares a la difusión (en el sentido antiguo de la palabra) de otras construcciones culturales: mecanismos suaves, frecuentemente imperceptibles y aleatorios de crear familiaridad y el uso social obligatorio de un instrumento, una mercancía, una palabra o ideas que de muchas maneras son “ideas fuera de sus lugares” (para pedir prestado el título del ensayo de Roberto Schwarz, 1992). Tales mecanismos esconden las relaciones de poder que son comunes en la difusión de una cosa cualquiera. Al final, se trataba de una sesión del congreso de la Asociación Americana de Antropología, es decir, una reunión académica metropolitana, y sabemos que la fijación de discursos e imágenes coloniales también se hace a través de la ciencia y del arte (Said, 1994: 12-13). Con relación a los intercambios entre América Latina y el “Norte” consideremos, por ejemplo, la opinión de Nelly Richard:

“el tránsito de signos culturales entre la práctica periférica (América Latina) y la teoría metropolitana (latinoamericanismo), así como el sistema de intercambios académicos que administra estos signos, son responsables no solamente por la circulación de herramientas analíticas sino por los criterios que regulan su valor y recepción de acuerdo a las tendencias predominantes establecidas por ciertas hegemonías discursivas” (citada por de la Campa, 1999: vii).

Fue todavía más sorprendente –y también una confirmación de lo que fue dicho sobre difusión– cuando, después de la sesión de la AAA, pregunté a la joven profesora por qué ella estaba usando ese término para clasificar al Brasil. Ella contestó: “usted tiene razón, el Brasil no es un país post-colonial, esta categoría no es aplicable allá”. Para mí, este pequeño incidente –para muchos insignificante– se tornó un índice de dos crisis. Primero, de la crisis teórica de la antropología norteamericana en los años noventa, una década en la que la disciplina definitivamente tuvo que compartir la fortaleza de su propia diferencia, el concepto de cultura, con otras tendencias que aparentemente tendrían atractivos más convincentes y que surgirían de los estudios culturales y de las discusiones post-coloniales.
La segunda crisis es aquella de la teoría social latinoamericana, que desde el final de la “era de la dependencia”, en algún momento de la década de los ochenta, no fue capaz de recuperar su prominencia en el escenario académico internacional con una “teoría” identificable con la región, a pesar de las brillantes contribuciones de sus muchos y distinguidos intelectuales.
No deja de llamar la atención, como muestra Daniel Mato (1999[a]), que autores latinoamericanos como Néstor García Canclini y Jesús Martín-Barbero hagan afirmaciones del tipo: “me involucré con estudios culturales antes de darme cuenta que así se llamaban” (García Canclini) y “nosotros habíamos hecho estudios culturales mucho antes de darnos cuenta que así se llamaban” (Martín-Barbero). La producción de etiquetas que nombran dominantes culturales de nuestro tiempo no es gratuita. La lógica de la relación entre actores globales y locales en el campo de la academia, o mejor, de la diseminación de ideopanoramas, replica relaciones de poder en otras esferas. Al nombrar tendencias o paradigmas, los actores globales garantizan su prominencia y la afiliación de los locales a los universos discursivos que ellos, los globales, construyeron. El acto de nombrar nunca es inocuo, especialmente cuando se confunde con el acto de categorizar. Como afirma Spurr en su trabajo sobre la “retórica del imperio”: “el proceso a través del cual una cultura subordina a otra empieza con el acto de dar o no dar nombres” (1999: 4). En la domesticación de lo local por lo global la dirección del vector de acumulación de poder claramente favorece a los actores globales. La aceptación e incorporación acrítica de rótulos como cultural studies y post-colonialism es problemática, pues muchas veces viene con categorizaciones que implican una esencialización o uniformización del otro desde arriba.
El post-colonialismo, en especial, puede colonizar –perdonen el juego de palabras– el vacío dejado por la teorización antropológica basada en investigaciones empíricas y por la ausencia de una postulación latinoamericana. Pero en realidad, ¿cuál es el problema aquí? ¿Una defensa de algún tipo de pureza regional que no puede ser comprendida sin el desarrollo de paradigmas locales? Claro que no. No estoy insinuando una defensa chauvinista, pues ésta sería, a priori, absurda, ya que la antropología tampoco es una “invención” latinoamericana. La ciencia, el conocimiento y la vida académica son prácticas internacionales en donde la transfertilización es siempre bienvenida. Al igual que otras tendencias académicas o teorías, el post-colonialismo tiene contribuciones para hacer en el análisis de las realidades sociales, culturales y políticas de cualquier parte del mundo, especialmente cuando el tópico es sobre asimetrías de poder. No tengo la intención de negar el post-colonialismo sino de estimular, desde una perspectiva latinoamericana y antropológica, un diálogo crítico con él. Por ello, no se trata de substituir mecánicamente interpretaciones indianas o jamaiquinas por otras brasileñas o venezolanas, sino de buscar a partir de nuestra posición única –como la llamé en la introducción a este trabajo– agregar nuevas interpretaciones sobre las fuerzas políticas que dominan el sistema mundial y producir narrativas críticas en sintonía con nuestras localidades, en diálogo heteroglósico con los discursos de otras localidades del mundo globalizado.
Al lado del prefijo “trans”, que para Jean Baudrillard marca nuestro tiempo, tenemos que considerar el prefijo “post” como emblemático de las ansiedades del presente. Anne McClintock, en su texto sobre “las trampas del término post-colonialismo”, identificó lo que ella llamó “la ubicuidad casi ritualística de las palabras “post-” en la cultura actual (“post-colonialismo”, “post-modernismo”, “post-estructuralismo”, “post-guerra fría”, “post-marxismo”, “post-apartheid”, “post-soviético”, “post-fordismo”, “post-feminismo”, “post-nacional”, “post-histórico”, y hasta
“post-contemporáneo”)” (1994: 292). De hecho, todas las veces que se use el prefijo “post” hay que estar preparado para lidiar con sus cualidades resbaladizas, movimiento obligatorio al menos desde que la era “post” se transformó claramente en una preocupación con los primeros debates post-modernos. El término “post” está lleno de paradojas e inconsistencias; entre ellas, la más inmediata es la confusión entre continuidad y discontinuidad. Pero “post” es un prefijo tan utilizado porque permite a los autores –en una época de transición, de mucha incertidumbre y ambigüedad– evitar afirmaciones perentorias y definitivas que tanto caracterizaron tendencias triunfalistas de las ciencias sociales (incluyendo al marxismo). El exceso de “posts”, para McClintock, señala “una amplia crisis de época en la idea de ‘progreso ’ lineal, histórico” (1994: 292). Pero yo no estoy tan seguro de que esta crisis postulada enfáticamente por el pensamiento post-moderno perdure en el siglo XXI.

Si las condiciones de producción, diseminación y recepción de los discursos son centrales para comprenderlos, el post-colonialismo necesita ser colocado en tal marco de referencias. El post-colonialismo es una posición teórica y política diversificada, marcada por la presencia de escritores de lengua inglesa que son, mayormente, de países que fueron colonias británicas. Este es nuestro punto inicial.
La situación post-colonial a que se refieren se relaciona originalmente con la descolonización del imperio británico después de la Segunda Guerra Mundial, marcadamente en Asia, Africa y el Caribe: un cuadro muy específico, por razones históricas, culturales, económicas y políticas, comparado con la situación post-colonial de la América Latina en el siglo XIX.
El post-colonialismo empezó con “intelectuales étnicos” (para usar la frase de Ahmad [1994: 167] en su crítica a Orientalism, el hito arqueológico de Said en los estudios post-coloniales), abriendo espacio político y profesional para substituir a la literatura de la “Commonwealth” por un “nuevo objeto” que, de acuerdo a Vijay Mishra y Bob Hodge, apareció después que:

“el Imperio Británico se rompió e intentó mantener una ilusión de unidad bajo el eufemismo de ‘Common wealth’ (...) en los márgenes de los departamentos de literatura inglesa. La política ambigua del término estaba inscrita en el campo que él – término – daba origen. (...) La lucha por la ‘Common wealth literatura’ fue perjudicada desde sus comienzos por las pesadas resonancias ideológicas asociadas con su nombre. (...) El post-colonial(ismo) tiene muchas ventajas sobre el término anterior. Anticipa una política de oposición y lucha, y problematiza la relación clave entre centro y periferia. Ayudó a desestabilizar las barreras alrededor de la “literatura inglesa” que protegían la primacía del canon y la auto-evidencia de sus estándares” (1994: 276).

Si “el análisis del discurso colonial y la teoría post-colonial son críticas del proceso de producción del conocimiento sobre el Otro...” (Williams y Chrisman, 1994: 8), sería al menos irónico que, con una trayectoria tan específica marcada por su crecimiento y proliferación en la academia de lengua inglesa, el post-colonialismo se transformase en un discurso para producir conocimiento sobre el Otro latinoamericano. En América Latina el post-colonialismo sería igual a lo que él mismo condena, un discurso externo sobre el Otro que llega por vía de un poder
metropolitano.
En realidad, la recepción del post-colonialismo entre los latinoamericanistas es compleja. Román de la Campa hace una síntesis sobre ella:

“se podría esperar que las críticas al post-colonialismo (...) fueran tan variadas y contradictorias cuanto el propio campo a que se refiere, o todavía más aún. Para los académicos que estudian los discursos coloniales latinoamericanos, por ejemplo, la resistencia a la teoría post-colonial ha generado un importante debate historiográfico. (...) Para críticos más próximos a los métodos estructuralistas y marxistas, la literatura post-colonial no es nada más que una extensión del paradigma post-moderno ya establecido. Al contrario, académicos operando desde la firmeza de las perspectivas literarias
post-estructuralistas y post-modernas encararon al post-colonialismo como teniendo poco que aportar a la crítica deconstructivista latinoamericana. Para los críticos que están en la tendencia del testimonio y en su deconstrucción, los eslabones entre la teoría de la subalternidad y el post-colonialismo están siendo explorados. Otros aprovecharon la oportunidad para sugerir un diálogo mayor entre los estudios latinoamericanos (“Latin American studies”, GLR) en su sentido más amplio (ciencias sociales así como estudios literarios) y el campo más nuevo del culturalismo angloamericano frecuentemente implícito en el post-colonialismo” (1999: 5).

El hecho de que la arqueología del post-colonialismo esté marcada por sus raíces en campos literarios apunta a otras cuestiones que, en alguna medida, también involucran la proliferación de los estudios culturales como una tendencia académica. Como cientista social, me llama la atención cómo los autores que se proclaman influenciados por el post-estructuralismo destacan como novedad las “... preocupaciones con las intersecciones entre cultura y poder...”, como lo escribe
Gilbert M. Joseph (1998: 4) en la introducción de una interesante antología sobre “encuentros del imperio” en América Latina2. Para los marxistas, desde hace mucho, al menos desde La Ideología Alemana (un trabajo que obviamente es bastante
criticable) de Marx y Engels (1974) y, especialmente, desde los trabajos de Antonio Gramsci (1978, por ejemplo), las intersecciones entre campos simbólicos y poder han sido objeto de debates e investigaciones. Sin entrar en el problema de los límites heurísticos de los determinismos económicos y de clases, ¿cuantos trabajos hechos en la década del ‘70, incluso más tarde otros, fueron influenciados por nociones como “ideología dominante” y “aparatos ideológicos del Estado” (la última asociada al artículo de Louis Althusser, 1971)? En América Latina también tuvimos una fuerte tendencia a relacionar cultura y poder, especialmente a través de la noción de “cultura popular” y de sus conexiones con relaciones de clase. Tomemos, por ejemplo, el trabajo hoy clásico de Néstor García Canclini, Las Culturas Populares en el Capitalismo (1988 [1982]), o el igualmente clásico México Profundo. Una Civilización Negada, de Guillermo Bonfil Batalla (1990 [1987]), entre otros.
También me llama la atención el uso acrítico de la literatura y la ficción (en general basado en el poder hermenéutico de las metáforas) como sustitutos de la realidad social y de investigaciones teóricas y metodológicas densas de las ciencias
sociales. Esto levanta la cuestión de la posible existencia de ciencias sociales sin cientistas sociales, una problemática bastante complicada pues involucra factores epistemológicos, históricos y de poder interno de la academia (para una exploración de algunos de los aspectos de esta discusión ver Ribeiro, 1998: 111- 112). No hay duda de que estamos frente a cuestiones de las más difíciles internamente a las teorías sobre la realidad social, sobre todo en una era donde la inter- y la trans-disciplinariedad suponen diálogos cada vez más sofisticados. De todas maneras, después de la ola post-modernista, se hacen necesarias nuevas interpretaciones que replanteen las relaciones entre literatura y ciencias sociales. Soy igualmente sensible a afirmaciones como las de Nelly Richard, que dice: “sin recaer en la fetichización de lo poético-escritural, es importante reinstalar la pregunta por lo ‘estético’ (Sarlo) como zona de vibraciones intensivas, aún capaz de oponerse a la estandarización comunicativa que promueve el mercado de las ciencias sociales y su pensamiento funcionalizado” (1999).

Cultura y política: ¿un nuevo (multi)culturalismo?

Al hablar de la relación “cultura y política” no podemos dejar de enfatizar el argumento de que ella, hasta hace poco (¿mediados de los años ochenta?), fue tematizada y discutida consistentemente a través de la noción de ideología: una noción que, contrariamente a la de cultura, siempre fue altamente sensible a la distribución desigual de poder (Wolf, 1998), y que se inscribió claramente en los cuadros de interpretaciones marcados por el marxismo. La retracción relativa de la discusión marxista en los medios académicos es otro tópico de debate necesario, particularmente en América Latina, donde la influencia del marxismo fue notable durante varias décadas después de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los años sesenta y setenta. La tendencia colonizadora de la noción de cultura, ahora apropiada por muchas otras disciplinas y en especial por los “estudios culturales” que representan una cuña articuladora de diferentes tradiciones académicas, ¿representaría una visión culturalista de la relación del mundo de las ideas, de los símbolos, de los significados, con el mundo de la política? ¿O al menos un ablandamiento, en el mundo “postmuro” de Berlín, de los análisis fundamentados en las nociones de ideología? En cierta forma sí, pero no totalmente. Es bueno recordar la popularidad de Gramsci y de su concepto de hegemonía en el campo de los estudios culturales, una popularidad que puede ser parcialmente explicada por la sensibilidad que ese autor italiano tenía con los hechos culturales y el sentido común. De cualquier forma, el desafío aún continúa siendo vincular el concepto de cultura al de ideología como propone Eric Wolf (1998, 1999).
De todas maneras, no es sorprendente que la noción de cultura, tradicionalmente asociada a la antropología, esté frecuentemente en el centro de los debates contemporáneos. En realidad, la antropología está pagando el precio de sus propias victorias. La noción de cultura está ahora ampliamente diseminada, y una vez más se transformó en motivo de contestación. Hoy es tal vez una de las pocas nociones capaces de unir en distintas discusiones a disciplinas como antropología, estudios culturales, historia, literatura, filosofía y sociología. Pero podemos preguntar: ¿por qué el interés por la cultura aumentó tanto en las últimas décadas? Ciertamente, como afirma Lourdes Arizpe (1999[a]), por el crecimiento de intercambios interétnicos e interculturales en un mundo globalizado.
Pero como antropólogo brasileño, muchas veces pienso que la noción de cultura ha ganado mucha visibilidad y se ha transformado en un sitio tan intrincado de intercambios políticos y académicos, también por los rumbos que tomaron los debates en arenas políticas norteamericanas. En cierto sentido, la crisis alrededor del concepto de cultura refleja no solamente las varias olas de descolonización después de la Segunda Guerra Mundial, sino también la crisis interna de la cultura política norteamericana que no puede, en los principios del siglo XXI, pretender mantener la exclusión étnica y racial como un principio-guía no declarado de moralidad y sociabilidad.
Este ambiente social específico creó una situación en donde las “guerras culturales” y las “guerras de las ciencias” se transformaron en metonimias de algunas de las principales divisiones políticas de la sociedad norteamericana (Ribeiro, 1999 [b]). La discusión sobre “cultura” se tornó un medio de hablar sobre el poder y negociarlo en ausencia de un discurso no racializado en el cual clase y acceso diferenciado al poder podrían ser abiertamente debatidos. En este sentido, la noción de cultura está contribuyendo a reificar las diferencias culturales como el problema principal para el acceso al poder, y –en esto quiero ser provocativo– el multiculturalismo está convirtiéndose en la base para una teoría funcionalista de armonía política en una sociedad/coyuntura que sobrestima el papel que la cultura, los símbolos y la tradición puedan tener en la construcción de la igualdad y la justicia social.
Nathan Glazer escribió un libro que representa una posición conservadora y nacionalista sobre el multiculturalismo, pero que también es una clara demostración de cómo este drama cultural y político está radicalmente entrañado en la sociedad e historia norteamericanas. Él argumenta que el multiculturalismo ganó la batalla política interna al sistema educacional de los Estados Unidos, y concluye que

“la cuestión que molesta a tantos de nosotros es si el nuevo multiculturalismo establecerá como una norma en la educación una denuncia totalizante de la vieja América, si propagará un sentido de resentimiento entre muchos
estudiantes, si llevará a un conflicto más grande que el que existe ahora entre las minorías y las mayorías. ¿Irá el multiculturalismo a minar lo que todavía es, en el cómputo final, un éxito en la historia mundial, una sociedad diversificada que continúa aceptando más diversidad, con una cultura propia y común que tiene algún mérito? Yo creo que las cosas no llegarán a este punto porque la demanda básica del multiculturalismo es de inclusión, no de separación, e inclusión bajo las mismas reglas –datando
desde la Constitución– que han permitido la ampliación constante de lo que entendemos por igualdad” (Nathan Glazer, 1998: 19-20).

Inclusión que, definida culturalmente, puede fácilmente –como el texto de Glazer muestra– tornarse una cuestión de afirmar la diferencia, un tipo de política de identidad que no altera significativamente los modos a través de los cuales el poder político y económico se distribuye sino que reproduce, en otro nivel, la segmentación misma del sistema.
La noción de cultura está históricamente marcada por diversos conflictos de inclusión/exclusión en unidades socio-políticas más amplias, especialmente cuando se trata del Estado-nación. El multiculturalismo, según ha sido definido en el contexto norteamericano de construcción de un nuevo pacto nacional, no puede ser trasladado mecánicamente a América Latina, sobre todo a países donde las ideologías de mestizaje fueron/son funcionales en la construcción/consolidación de la nación. La excepción para esta afirmación, evidentemente, se refiere a las poblaciones indígenas y negras que siguen luchando por diferenciarse de las poblaciones nacionales englobadoras y que tienen reclamos territoriales específicos.
Recordemos que las relaciones entre blancos y negros en Estados Unidos (la cuestión más profunda vinculada al multiculturalismo y a la acción afirmativa) se dan de acuerdo a una segmentación étnica rígida basada en una historia abierta de guerras y violencias institucionales. En el siglo XIX, la Guerra Civil, una de las grandes matanzas de la modernidad, generó heridas hasta hoy abiertas en aquel país. Hace menos de cuarenta años, ciudadanos negros que luchaban por sus derechos civiles eran muertos en las calles por las tropas; tenían negado el derecho a votar o, como en estados del Sur, estaban impedidos por ley de casarse con blancos (Ong, 1999: 9-10)3.
La “segmentación étnica rígida” y su historia generaron ideologías interétnicas donde la exclusión se basa en límites raciales precisos y étnicamente definidos que resultaron en una demografía específica. Pero en las situaciones donde la historia colonial y las ideologías interétnicas dieron un lugar destacado al mestizaje, éste último, cuando usado como un discurso de inclusión para la construcción de la nación, tuvo una eficacia alta dada la realidad demográfica donde los límites raciales y étnicos eran, frecuentemente, ambiguos o imposibles de ser definidos.
Hay que dejar en claro que el nacionalismo es una ideología que tiene características e impactos negativos, y que aquí no estoy sustituyendo la ideología del mestizaje por la del nacionalismo ni mucho menos haciendo una apología del Estado-nación en contra de unidades socio-político-culturales de menor escala.
Como el nacionalismo, el mestizaje también es una ideología de exclusión en la medida en que se seleccionan atributos (frecuentemente irreales o construcciones ad hoc) útiles para la construcción de otro sujeto colectivo y poderoso (Williams,
1989). Además, el mestizaje también es hijo de la violencia4.
De todas maneras, no se puede negar las grandes diferencias entre situaciones como la norteamericana y la brasileña. En un país de mestizos como Brasil, existe un “mito de la democracia racial”, de la participación ecuánime de indios, negros y blancos en la cultura nacional, un mito antiguo que habla del deseo por justicia social pero a través del lenguaje de la inclusión, de la aceptación de la condición de mestizo. En un país como los Estados Unidos, existe un “mito del multiculturalismo”, un mito nuevo que habla igualmente del deseo de justicia social pero a través del lenguaje de la separación, de la delimitación de fronteras étnicas nítidas en un país donde la condición de mestizo nunca se planteó como una realidad social, política y cultural5. En realidad estamos hablando de la dinámica de ideologías de exclusión y de inclusión, que son siempre influenciadas por historias específicas de cómo grandes colectividades manejan heterogeneidad y homogeneidad en los conflictos por poder en sus interiores. Hay momentos en que parece, irónicamente, que por la vía del multiculturalismo norteamericano llegaremos adonde siempre estuvimos en el “mito de la democracia racial” y, para muchos de nosotros, en la lucha anti-racista, pero sin solucionar el problema del acceso a la modernidad y al poder para la gran multitud de desposeídos de nuestros países. De nuevo se impone la cuestión, similar a la que discutíamos sobre el post-colonialismo, de la habilidad de algunos para crear etiquetas que clasifican la acción de otros.
Al mismo tiempo, crece la comprensión de que el multiculturalismo implica una exotización del “otro dominado” y la atribución por parte de los estadounidenses de lo que son las diferencias esencialmente legítimas: “el multiculturalismo
norteamericano se encargó de ‘emancipar’ a todo sujeto del Tercer Mundo mediante la impugnación del ‘blanco’ y del eurocentrismo. Basándose en la reivindicación de la ‘diferencia’, este multiculturalismo termina, paradójicamente, homogeneizando una diversidad de subjetividades” (Yúdice, 1996: 112).
Por otro lado, la “sorprendente creatividad mestiza de América Latina y del Caribe” no pasa inadvertida: “resulta curioso y sumamente significativo el que actualmente haya surgido un interés inusitado de otras regiones del mundo en el desarrollo por las tesis sobre la raza cósmica de José Vasconcelos. La idea, pues, de que el futuro le pertenece a las culturas mestizas. Entendida como proceso inherente a la evolución humana, resulta prácticamente axiomático; entendida en la época actual no hace más que refrendar que la creatividad es no sólo prioritaria sino inevitable, pero que ésta, por el momento, necesita expresarse cruzando las antiguas fronteras culturales” (Arizpe, 1999).

Post-imperialismo

El siglo XIX fue el siglo post-colonial propiamente para América Latina, y coincidió con los esfuerzos de construcción del Estado-nación en Europa y las Américas como un todo. Pero el siglo XIX, especialmente en sus últimas décadas, también fue el siglo del imperialismo moderno clásico que transformó en colonias a muchos países asiáticos y africanos cubriendo casi todo el mundo6. Convivían de manera disyuntiva dos movimientos aparentemente paradójicos pero unificados por la fuerza del capitalismo monopolista (Lenin, 1984): la consolidación del Estado nacional adentro de territorios definidos, y la expansión de los más poderosos de estos Estados para afuera de sus territorios incorporando a otras naciones bajo sus dominios. En este período, las ideologías post-colonialistas en América Latina fueron marcadas básicamente por el proceso de formación y consolidación del Estado-nación. El imperialismo clásico (direct-rule) prácticamente no se encontraba más en el continente, con la excepción, en América del Sur, de las Guayanas Francesa, Holandesa e Inglesa7. Por otro lado, en Asia y Africa la lucha anti-colonial se presentó más efectiva en el siglo XX, principalmente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los norteamericanos substituyeron al imperio británico y a otros en una nueva hegemonía global que prescindió del direct-rule.
Las luchas políticas e ideológicas post-colonialistas en los países africanos y asiáticos tenían que enfrentar la tarea de crear/consolidar Estados nacionales independientes.
La ola de descolonización de los años setenta, al mismo tiempo que significó el cierre del sistema de Estados-naciones en el sistema mundial, fue en cierto sentido el último grito del imperialismo moderno. Pero el cierre de un sistema propicia la apertura de otro. En esta nueva coyuntura de un mundo hegemonizado por la forma “Estado-nación europeo”, iluminista, republicano, el nacionalismo empieza a convivir con tendencias transnacionales cada vez más fuertes.
Se trata –a partir, especialmente, de los años ochenta– de un transnacionalismo marcado por un capitalismo flexible, por una compresión del espacio-tiempo (Harvey, 1989), es decir, por un manejo tecnológico del espacio y del tiempo que se aleja claramente de las formas político-administrativas asociadas al imperialismo moderno y de la colonia en el sentido estricto. Aquí conviven tanto el esplendor relativo de la forma Estado-nación como su decadencia relativa impulsada por el capitalismo transnacional que ya no necesita del control territorial directo ejercido por un Estado metropolitano. En esta situación, los Estados-naciones pasan a enfrentarse claramente con ideologías y políticas que se refieren a un nivel de integración superior a ellos. Entramos en el post-imperialismo pero conviviendo con formas de ideologías políticas vinculadas a/marcadas por otras necesidades libertadoras objetivas, como el post-colonialismo. No obstante, para América Latina, el post-imperialismo es la forma que predomina y da contenido a la contemporaneidad política, económica y cultural imponiendo ciertas necesidades interpretativas y de investigación8.
Así como el término “colonialismo”, “imperialismo” tiene muchos significados y definiciones. Ya mencioné algunos de los problemas asociados al uso del prefijo “post”. Entonces, ¿por qué usar el término “post-imperialismo”? Porque el sistema mundial hoy vive en la unipolaridad, el eufemismo para el clímax de la supremacía norteamericana. Porque las intervenciones militares son hechas a través de una máquina de guerra globalizada con un poder sin precedentes. Porque quiero apropiarme de las reverberaciones políticas asociadas al término “imperialismo” en una época donde el cinismo o la pasividad preferentemente difunden términos anodinos como “globalización”. Porque características del imperialismo tales como el control del sistema mundial por poderosos conglomerados económicos, todavía se mantienen. Porque quiero, igualmente, apropiarme de las reverberaciones críticas ya asociadas a la expresión “post-colonialismo”. Además, y finalmente, porque la ambigüedad del prefijo “post” no es puramente negativa y es posible hacerla trabajar en dirección a una ubicación del sujeto que crea disonancias productivas.
Como se sabe, colonialismo e imperialismo son lados de la misma moneda. Quiero creer que el post-imperialismo es el lado latinoamericano de la moneda donde se encuentra el post-colonialismo9. Williams y Chrisman empiezan su antología sobre el post-colonialismo con la cuestión de la equivalencia de los dos términos. Para ellos el colonialismo es “una fase particular de la historia del imperialismo, que ahora es mejor entendido como la globalización del modo capitalista de producción” (1994: 2). Said, por su parte, relaciona al imperialismo con el colonialismo: imperialismo es “la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano dominante que gobierna un territorio distante; ‘colonialismo’, que es casi siempre una consecuencia del imperialismo, es la implantación de asentamientos en territorios distantes” (1994: 9). Esta definición muestra que el “imperialismo clásico” no existe en el mundo contemporáneo donde no es necesario el direct-rule. Lo que es necesaria es la manutención de los medios que posibiliten el ejercicio de una hegemonía a distancia –medios frecuentemente flexibles y móviles (como redes políticas y económicas transnacionales, redes electrónicas, vigilancia militar hi-tech y rápida capacidad de intervención).
No deja de ser sintomático que las élites del centro metropolitano se rehusen a usar el término imperialismo y utilicen “globalización” como sustituto. Amy Kaplan (1993) critica la invisibilidad del tema imperialismo en los American studies. La aceptación del rol del imperialismo, del expansionismo de los EE.UU. en la construcción de la nación, es negada al mismo tiempo que se habla de “potencia mundial”, de “poder global” y de “unipolaridad” (Kaplan, 1993: 13). Este
“paradigma de negación” puede por un lado ayudar a entender por qué etiquetas como post-colonialismo son mejor aceptadas en la academia norteamericana. Por otro lado, también ayuda a entender la construcción de “teorías” que se refieren solamente al lado blando de la dominación global: cooperación política y económica; la apertura global de los mercados; el compartir intereses para mantener al sistema capitalista mundial cada vez más interrelacionado y poderoso bajo la bandera de la inevitabilidad de la globalización. En este contexto, la postulación de una inferioridad de los subalternos no puede ser parte de la formación ideológica que sostiene la expansión y el poder en escala global. “Razas inferiores”, “pueblos subordinados”: términos típicos de “la cultura del imperialismo clásico del siglo XIX” (Said, 1994: 9) fueron sustituidos por metáforas más procesuales en sintonía con la necesidad por control de procesos y flujos y no de rupturas. Pero de todas maneras, son metáforas de orden y jerarquía como “países en desarrollo” o “mercados emergentes”, o términos clasificatorios aparentemente neutrales como “países altamente endeudados”, “el Sur”, etc. Las ideologías multiculturalistas prohiben el uso abierto de términos despectivos o racistas. La cultura ahora no puede ser (y no es necesario que sea) un instrumento explícito de dominación (algo que parcialmente explica, también, la crisis de la noción). La diferencia puede ser respetada –la convivencia directa con el nativo en sus tierras ya no es necesaria– siempre que los nativos sean cosmopolitas, que sepan cómo comportarse en los circuitos transnacionales y que compren las mercancías y servicios que alimentan la expansión del sistema capitalista mundial.
Pero en realidad, aquí es más importante definir lo que designo como “postimperialismo”, sus características principales, y empezar a explorar un programa de investigación que pueda resultar en avances concretos.
El post-imperialismo supone la hegemonía del capitalismo flexible, post-fordista, transnacional, con las redefiniciones de las dependencias o el establecimiento de nuevas interdependencias en el sistema capitalista mundial permitidas por la existencia del “espacio productivo fragmentado global”. El fin de la Guerra Fría (1989-91) supone también la hegemonía militar, económica y política de los Estados Unidos, el llamado “mundo unipolar” antes mencionado. Supone un control y concentración de la producción de conocimientos científicos y tecnológicos, sobre todo en aquellos sectores de punta de la acumulación: la informática, la electrónica, la biotecnología. Tampoco hay que subestimar el control del espacio y de la producción de “midiapanoramas”. Hollywood, Sillicon Valley,Wall
Street, NASA y el Pentágono son iconos de una economía política apoyada en la producción, circulación y reproducción de imágenes, alta tecnología, capitales financieros y poderío militar. Este capitalismo triunfante, en un mundo de un solo sistema, no necesita dividir al planeta en “esferas de influencia”, como hicieron las potencias imperialistas europeas clásicas (Lenin, 1984: 9) en una repartición programada del globo. El imperialismo clásico fue orgánicamente vinculado al
capitalismo fordista (grandes actores socio-político-económicos; verticalización económica; creación de una periferia a través del intercambio desigual de materias primas por productos manufacturados e industrializados; hegemonía de la metalurgia, sobre todo, a través de la expansión de los ferrocarriles que permiten el acceso a los recursos naturales importantes para las economías centrales)10.
La compresión del espacio-tiempo posibilitada por el tren producía un achicamiento del mundo mucho menos intenso que el contemporáneo, la era de los jets, del tiempo on-line en la Internet y de la CNN. No es casualidad que Said, al orientarse al estudio de las “formas culturales” que fueron “inmensamente importantes en la formación de actitudes, referencias y experiencias imperiales (para los) imperios modernos del siglo XIX y XX”, elija la novela como su objeto (1994: xii). Tampoco es una coincidencia que el estudio de la “retórica del imperio”
(Spurr, 1999) siga la misma tendencia. Ambos son estudios marcados por la discusión post-colonialista. Para la crítica post-imperialista el objeto principal serán las “formas culturales” embutidas en los “midiapanoramas” (Appadurai, 1990), sobre todo en las imágenes vehiculizadas por la televisión y el cine que fijan narrativas exotizantes y esencialistas.
Las “estructuras de sentimiento” (como decía Raymond Williams) de la contemporaneidad son creadas mucho más por los mass media, que preparan o refuerzan “la práctica del imperio” (Said, 1994: 14), que por cualquier otro medio.
Véase por ejemplo lo que pasa con la difusión del inglés en América Latina. Sin la cultura pop internacional (Ortiz, 1994), hegemonizada por la producción norteamericana, no podríamos comprender ni la transformación del inglés en el créo-le del sistema mundial ni su rol como símbolo de status contemporáneo.
Bajo las condiciones del capitalismo transnacional, flexible, las corporaciones pueden operar libres de sus eslabones más pesados con los Estados-naciones, a través de la planetización del mercado financiero y de la fragmentación de los procesos productivos a escala global. Por eso el programa neoliberal de retracción del Estado, y por eso la consolidación del poder de las agencias multilaterales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (OMC), que disputan, con ventaja, con agentes que están involucrados en luchas por hegemonías definidas al nivel nacional. El multilateralismo acaba, por vías indirectas, en alianzas militares multinacionales.
Además de eso, las propias élites nacionales hoy están transnacionalizadas, terminando con obsoletas esperanzas por ventura depositadas en las “burguesías nacionales” –un cuadro típico de la década de los cincuenta y sesenta. En varios países
latinoamericanos, segmentos de sus élites, en un sentido amplio, tienen una práctica que no está estudiada ni teorizada. Ellos ya operan de una forma post-imperialista, desde los narcotraficantes hasta los empresarios que lavan sus capitales en paraísos fiscales caribeños o en compras suntuosas en Miami.
Un programa de investigaciones en esta área supone comprender las características de las conexiones de los capitalistas latinoamericanos con el capitalismo avanzado, con las diversas élites transnacionales, con los formuladores de políticas de desarrollo en agencias multilaterales; y comprender las inserciones de las élites nacionales en la globalización, en los programas de ajustes neoliberales, de las clases medias consolidadas y de las “emergentes” en los procesos de mundialización, de los diferentes flujos de información, capital y personas hacia adentro y hacia afuera de la región, del uso que diferentes segmentos del pueblo latinoamericano vienen haciendo de la globalización ya sea por la expansión dramática de la venta de los g a d -g e t s globales en ferias populares mundializadas, por el contrabando, o por la piratería de obras de la industria cultural (hasta aquí, formas vinculadas al capitalismo electrónico-informático), por la resistencia vía Internet al Estado-nación como demuestra el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), por las nuevas olas de emigración de indios, campesinos y de la clase media baja urbana que coloniza enormes áreas urbanas, rurales y espacios económicos de Estados Unidos.

Este último tópico, el de las emigraciones latinoamericanas para Estados Unidos, merece estudios comparativos sistemáticos para entender las distintas inserciones e impactos de emigrantes de diferentes nacionalidades en los mercados étnicamente segmentados de estados y ciudades americanas específicas como California, Texas, Florida (Miami, en especial, la gran capital latinoamericana del mundo globalizado) y Nueva York. Investigaciones sistemáticas de emigrantes latinoamericanos pueden demostrar su relevancia para la economía, la política y la cultura de nuestros países, tanto como su importancia en las (re)producciones de nuevas formas de hibridación.
En el plano simbólico, cultural y político, vinculado a la formación de nuevos consumidores-ciudadanos (García Canclini, 1995), la crítica post-imperialista tiene muchas tareas por delante. En primer lugar, la reversión de las imágenes hegemónicas que circulan internamente en el sistema mundial debe ser prioritaria, tanto por tratarse de una tarea básica de cualquier ciencia social –ir más allá de los juegos de intereses y sus discursos– como por la sensibilidad de la dinámica del capitalismo financiero global a las informaciones (falsas, verdaderas o, en el mejor de los casos, construidas). No se trata de retomar la vieja lucha contra el imperialismo cultural, pues ésta puede hacer llamados demasiado fuertes a particularidades que a su vez pueden ayudar a crear chauvinismos inviables en un mundo de mercados globalizados y tener consecuencias políticas indeseables como el racismo exacerbado y políticamente activo. Lo importante es aumentar el pluralismo y el peso específico de la circulación heteroglósica de narrativas y matrices de sentido en los aparatos que dominan las redes globales de comunicación y también las de producción académica11. De igual forma, sería importante redefinir, en contextos nacionales específicos, el lugar y las identidades atribuidas a segmentos étnicos minoritarios, sobre todo a aquellos en posiciones subordinadas y resultantes de flujos migratorios recientes.
La existencia de una “prensa latinoamericana en los Estados Unidos” es otro objeto fundamental, pues ella crea a través de medios lingüísticos una colectividad de participantes cubiertos por el mismo universo simbólico. La creciente relevancia de la prensa étnica en Estados Unidos muestra que este terreno, además de ser importante política y culturalmente, también lo es económicamente. Una encuesta incompleta concerniente a la prensa étnica en Nueva York indicaba la existencia de ciento cuarentitrés periódicos y revistas, veintidós estaciones de televisión y doce de radio, en más de treinta lenguas (Dugger, 1997). El crecimiento de una clase media “latina”, un mercado calculado en 250 billones de dólares anuales, lleva a revistas populares como People a tener una edición en español, y a un aumento notable en la prensa “hispánica” (Arana-Ward, 1996). Solamente en Nueva York se estima que la prensa en español, una de las más notables, está compuesta al menos por cincuentiséis publicaciones, dos televisoras locales (afiliadas a cadenas) y cinco estaciones de radio (Ojito, 1997)12.

¿Qué nos están enseñando las comunidades imaginadas latinoamericanas insertas en los contextos interétnicos norteamericanos sobre nosotros mismos y sobre los procesos de globalización y transnacionalismo? ¿Quién más que los “indocumentados” gana las guerrillas cotidianas, en una especie de microfísica del poder desde abajo, contra el más poderoso Estado-nación del mundo? El esfuerzo de investigación iniciado con el estudio de poblaciones latinoamericanas en el exterior se prolongaría para el estudio de la propia sociedad norteamericana desde una perspectiva latinoamericana, en una reversión de un flujo casi colonialista existente. ¿Dónde están los estudios sistemáticos sobre la política, la sociedad, la economía y la cultura de los Estados Unidos, desde un punto de vista latinoamericano? El post-imperialismo tendría así, como un objetivo, descolonizar la imagen que se tiene de Estados Unidos en América Latina y realizar una crítica profunda a los cánones nacionalistas; imagen y cánones que suscitan varias reacciones al que viene de afuera y cuya eficacia se nota mayormente en el ejercicio de la hegemonía en contra de los segmentos subalternos de nuestra región13.
La preocupación principal del post-imperialismo no es el tiempo visto de manera unilineal, en el sentido de plantear la existencia de otra época de la historia.
No. El prefijo “post” indica la posibilidad de dibujar otros mapas cognitivos (Jameson, 1984) que permitan rescatar la posibilidad de visiones externas a las ortodoxias dominantes. La preocupación central del “post-imperialismo” es con el poder de las corporaciones (privadas y estatales) de comandar los destinos de actores sociales colectivos o individuales bajo la hegemonía del capital flexible en un mundo globalizado y transnacionalizado. Pero es también una preocupación por las respuestas de estos mismos actores sociales a las nuevas configuraciones de poder, respuestas que permitan el mantenimiento y la ampliación de la heterogeneidad en un mundo lleno de fuerzas homogeneizantes.

Heteroglosia, Política Transversal y Bricolage Político

Uno de los roles de la crítica post-imperialista es el embate contra todos los chauvinismos y la ampliación de las voces en los diálogos internos y externos a cada Estado-nación. En el post-imperialismo, el nativismo y el nacionalismo, en sus
formulaciones excluyentes, no tienen espacio. En realidad, nuevos activistas de todos los tipos (de la causa ambiental, indígena y de los derechos humanos, por ejemplo) prueban con sus afiliaciones a redes transnacionales de activismo (Keck y Sikkink, 1998; Mato, 1999[b]) que las prácticas políticas en un mundo globalizado requieren alianzas y horizontes más amplios. Sin embargo, una de las maneras de tener éxito es estar conscientes de los límites y peligros del “esencialismo estratégico” que, con frecuencia, acompaña a la política de identidad. Fragmentación sin articulación resulta en vulnerabilidad. Una posible solución discursiva para estos dilemas puede estar en la aceptación del hibridismo como la fuerza política por detrás de cualquiera de las posibles coaliciones de diferentes. Pero hay muchas dificultades con el hibridismo también. Éste supone sujetos que sepan que sus lugares en el mundo son mucho más el resultado de muchas fusiones y con-fusiones en el tiempo que de cualquier ideología fundacional, racional, claramente definida y coherente sobre la historia, la etnicidad y la nación. Dadas las formas en que operan la política institucional, los medios de comunicación y el sistema educacional (y cómo se relacionan entre sí), es todavía pequeña la magnitud de este tipo de sujeto político.
Quizás lo que todo esto nos está diciendo es que intelectuales y activistas necesitan mantener una actitud crítica con relación al esencialismo y promover coaliciones plurales, descentradas y democráticas que cuenten con algún tipo de programa universalista negociado. Pero hay que tener clara una característica central de la tensión que anima la relación universal/particular: si el límite distorsionado del universalismo es la arrogancia del imperio colonizando todas las otras perspectivas, el límite distorsionado del particularismo es la arrogancia de una perspectiva única que se cree por encima de todas las demás. En última instancia, en sus distorsiones, cada polo de la tensión universal/particular considerado exclusivamente y canonizado, se equivale y presenta dificultades insuperables, entre las cuales destaco la resistencia al diálogo democrático heteroglósico.
La “política ciborg” (una expresión asociada al trabajo de Donna Haraway) o la “política transversal” parecen formular las relaciones entre diferencia y democracia en un mundo globalizado de una manera que también es adecuada para empezar a pensar en una democracia transnacional y post-imperialista. Reproduzco aquí lo que Werbner escribió sobre esto: “La política ciborg –o la ‘política transversal’, como Nira Yuval–Davis la llama– se refiere a la apertura y mantenimiento de diálogos a través de las diferencias de ideologías, culturas, identidades y posiciones sociales. El reconocimiento del derecho a ser diferente anima y sostiene a estos intercambios, a pesar de las percepciones conflictivas y de los acuerdos parciales. Lo que es aceptado, en otras palabras, es la enorme potencialidad de la comunicación imperfecta. La política transversal, así, organiza y da forma a la heteroglosia, sin negarla o eliminarla” (1997: 8).
La política transversal llama a una ampliación del insight que tuvo Alcida Ramos sobre el bricolage político (1998: 192) como un modo de poner juntos a los diferentes en la lucha por representación política. Para contribuir a la construcción de comunidades políticas en donde heteroglosia y uniformidad puedan coexistir como una paradoja y no como una contradicción, tenemos que pensar y actuar más como bricoleurs frente a las múltiples formas de reproducir política y cultura en el mundo contemporáneo. Espero que este texto sobre el post-imperialismo sea un paso en esta dirección.


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* Partes del presente texto fueron publicadas en Antropología (Nueva Época) N° 56 (México) Octubre-Diciembre de 1999. Agradezco a Claudia Quiroga Cortez las correcciones de la traducción para el español.
** Profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Brasília e Investigador del Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq). Ph.D. en Antropología por la City University of New York.
1 Jean Copans, a principios de la década del setenta, afirmaba que “la historia de la etnología es también la historia de las relaciones entre las sociedades europeas y las sociedades no-europeas” (1974: 52). El autor anticipaba que la descolonización tendría impactos en la teoría y la práctica de la disciplina.

2 El libro fue saludado “como un hito en los estudios post -coloniales de las Américas” (Coronil, 1998: ix), una contribución muy bienvenida para llenar el vacío de los “estudios post-coloniales latinoamericanos”. Notemos que los compiladores del libro no están tan seguros sobre el uso del término una vez que oscilan, a veces, entre el uso de “post-colonial” y de “neo-colonial” (xiii, y también 4).
3 La lucha por la inclusión de los negros forma parte de un panorama más amplio donde ya se encontraron varios segmentos europeos y otros que no se ajustaban a la homogeneización nacionalista. Randolph S. Bourne escribió en 1916: “Ningún efecto de la “gran guerra” llamó más la atención de la opinión pública americana que el fracaso del meltingpot. El descubrimiento de diversos sentimientos nacionalistas entre nuestra gran población extranjera fue para la mayoría de las personas un choque intenso. Trajo las inconsistencias desagradables de nuestras creencias tradicionales. (...) La asimilación, en vez de limpiar los recuerdos de Europa, los hizo más y más intensamente reales” (1996: 93).

4 Una reciente investigación de genetistas brasileños (Sergio Pena y equipo) llegó a la conclusión de que “la miscigenación dejó marcas profundas en la población que se autoclasifica como blanca, la mayoría (51,6%) del país, (...) marcas construidas por madres indias y negras. En resumen, son éstas las conclusiones: (...) la casi totalidad de los genes de los blancos brasileños de hoy heredados por vía paterna vino de portugueses; con relación al que fue recibido por línea materna, 60% vino de indios y negros” (Leite, 2000: 27). No es una casualidad, sino el resultado de una violencia histórica, que las marcas negra e indígena se presenten tan claramente por el lado materno.
5 Sería interesante incluir aquí situaciones como la de Guatemala y Ecuador, países de grandes poblaciones indígenas, donde el mestizaje tiene otros significados.

6 Inspirado en el geógrafo A. Supan, Lenin (1984) muestra la siguiente variación del porcentaje de territorios que pertenecían a poderes coloniales (Europa y Estados Unidos) entre 1876 y 1900: Africa, de 10,8% a 90,4%; Polinesia, de 56,8% a 98,9%; Asia, de 51,5% a 56,6%; Australia, 100% entre los dos años, y América, de 27,5% a 27,2%.
7 Tampoco se pueden olvidar la expansión territorial norteamericana sobre territorio mexicano y las intervenciones que llevarían en el principio del siglo XX a la definición del área que más tarde sería el canal de Panamá.
8 Ya en la década del ‘70, Samir Amin (1976: 191) llamó “post-imperialismo” a la fase más avanzada del capitalismo, marcada por la concentración de poder en compañías transnacionales y por el control, por parte de estas mismas compañías, de la “revolución tecnológica” (189).
9 El post-imperialismo se refiere al tipo occidental de imperialismo. Rusia, por ejemplo, que tiene su propia historia de imperialismo, parece practicar todavía el viejo dominio imperialista, como indica la guerra contra Chechenia.

10 Para Lenin, el “carbón, el hierro y el acero (eran las) industrias capitalistas básicas” (1984: 10). Rosa Luxemburg (1976: 366) también destaca la importancia de los ferrocarriles para la expansión imperialista.
11 La ausencia de relaciones horizontales más intensas entre investigadores latinoamericanos sigue siendo un problema central (Cardoso de Oliveira, 1998).
12 Para un investigador brasileño, la relevancia de la prensa hispánica se vuelve mayor (sobre todo la de la televisión) cuando consideramos que muchos brasileños que no hablan inglés ven canales de habla hispánica, algunos de los cuales incluyen noticias u otros materiales referentes a Brasil. Es igualmente notable el aumento de periódicos, revistas, boletines, programas de radio y televisión por cable brasileños (Ribeiro, 1999[c]).
13 Amy Kaplan cita los estudios chicanos como un esfuerzo renovador que “liga los estudios de etnicidad e inmigración inextricablemente al estudio de relaciones internacionales e imperio” (1993: 17). Kaplan llega, incluso, a preguntarse si es posible hablar de una “cultura post-imperial”, y de cómo ésta sería distinta de la post-colonial. La perspectiva a la que me refiero seguramente debe inspirarse en los estudios chicanos –algo compatible con mi énfasis sobre los estudios de poblaciones latinoamericanas en los Estados Unidos– pero se distingue, al menos en dos formas: a) llama a un estudio comparativo y no sólo centrado en la experiencia de un determinado segmento étnico; b) serían principalmente los investigadores ubicados fuera de aquel país los que formularían y harían los estudios.

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