miércoles, 22 de junio de 2011

Bruno Aragón de Peralta

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Que levante la mano quien haya leído Todas las sangres completa. ¿Por partes? ¿Algunos párrafos sueltos? Son muchos los peruanos que conocen la obra de Arguedas solo por referencia o porque los obligaron a leer Los ríos profundos en el colegio. Todas las sangres es su novela más ambiciosa; allí pretende dar una imagen global de la sociedad peruana y, sin embargo, un sector de la población, sobre todo joven, jura que “todas las sangres” es un eslogan toledista que hace referencia a ese mentiroso mestizaje que nos marquetea como un país que ha resuelto sus crisis de identidad.

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Y de qué otro modo podía ser si no existen ejemplares en las cadenas de librerías, si para leerla hay que conseguir la colección de Obras completas publicadas el año 1983 por Editorial Horizonte. Sin embargo, no pretendemos que este artículo hable de la hipocresía con la que ahora se ensalza a nuestro escritor cuando fue considerado arcaico durante décadas. Tuvieron que pasar varias décadas para que se reconozca el valor literario de la obra de Arguedas. Hoy se habla de su intento de quechuizar el español como de “una hazaña verbal de admirables resultados estéticos” y se le reconoce como el mejor poeta contemporáneo de la lengua quechua. La mención a José María Arguedas en los textos escolares data de poco tiempo atrás. (Somos varias las generaciones que descubrimos al novelista solo en la universidad.) Este año el Ministerio de Educación ha incluido su obra en el Plan Lector y solo ahora será obligatoria su lectura.

Tampoco pretendemos que el artículo ahonde en el significado social de esta novela que causó una verdadera conmoción entre la intelectualidad de la época, enfrascada en encendidos debates en torno a la complejidad de la sociedad peruana. Las críticas que recibió por tener una visión más rica y compleja que la que manejaban los científicos sociales de entonces precipitó el suicidio de Arguedas. Muchos años después, luego de haber pasado por ese pelotón de fusilamiento que fue la Mesa Redonda de 1965 en el Instituto de Estudios Peruanos, todos los intelectuales reconocen el valor inmenso de esta obra, no solo desde el punto de vista literario sino también por su aporte sociológico y antropológico. Todas las sangres debe de ser una de las novelas más analizadas por especialistas de otras disciplinas. Procesos como la crisis del gamonalismo, la irrupción del capitalismo, la migración de la sierra a las ciudades costeras son los tremendos temas a los que nos acerca. Para José Alberto Portugal, especialista en literaturas hispánicas y autor de Las novelas de JMA, “es una exploración de los lenguajes sociales de su tiempo”. El sociólogo Gonzalo Portocarrero, a su vez, dice que la novela escrita en 1964 abrió varios caminos para el futuro del país, algunos obsoletos y otros que hoy aún están en debate. Por ejemplo, el de la cuestionada modernización del país liderada por el capital extranjero y sus intermediarios. En Todas las sangres, un consorcio minero norteamericano llega a la zona y se inicia la disputa por el control de una mina de plata cuyo propietario es Fermín Aragón de Peralta, quien finalmente es presionado a vendérsela. La compañía, a través de una orden judicial, obliga a los propietarios a vender sus tierras. Se inicia un levantamiento liderado por Rendón Willca, un dirigente indio que ha vivido en Lima y que al final es asesinado por el Ejército. (Cualquier semejanza con hechos de la actualidad es pura coincidencia.)

Condenado y ofendido

Algo se pudre, el mundo está de cabeza, el orden establecido en descomposición, sus protagonistas también. El jefe de la familia más poderosa de San Pedro de Lahuaymarca, don Andrés Aragón de Peralta, maldice públicamente a sus dos hijos en la plaza principal y se suicida tomando veneno. Así empieza Todas las sangres. Uno de los malditos es Bruno Aragón de Peralta, personaje tolstoiano, uno de los más complejos de la literatura peruana (aunque Vargas Llosa haya afirmado que los personajes de Arguedas son buenos-buenos o malos-malos).

Medio alucinado, rodeado de una atmósfera de misticismo con visos de fundamentalismo, don Bruno genera sentimientos encontrados. Deberíamos sentir asco de él: abusa sexualmente de las mujeres, es violento con sus trabajadores, un acérrimo defensor del sistema feudal, un fanático religioso; pero, a la vez, es un ser doliente, que sufre, que se arrepiente, lo que lo humaniza y lo aleja del maniqueísmo con el que son tratados los malos de los cuentos y películas. Su padre decía: “El corazón de mi hijo Bruno sabe llorar todavía”. Contrasta con los otros gamonales que son retratados en la novela, como don Lucas o el Cholo Cisneros, malos sin matices, que creen que los indios son animales a los que amenazan con el revólver y castigan en el cepo. O como su hermano Fermín, cruel, despiadado y frío hombre de negocios al que se le reconoce como única virtud ser el representante del capitalismo nacional.

Bruno Aragón de Peralta, en cambio, es un ser humano complejo. El consenso entre la población es que puede salvarse todavía, a diferencia de Fermín, considerado una piedra fría que sin remordimiento alguno declaró interdicto a su padre y le robó el ganado a su propia madre. Según Portugal, “con don Bruno, José María Arguedas desarrolla el lado humano del opresor”.

Volviendo a esos lados oscuros que hacen repulsivo a Bruno, el más resaltante se relaciona con su conducta sexual. “En el horno viejo violaba mujeres, en el corral aplastó a una desventurada.” A la jorobada Gertrudis la violó cuando ésta tenía doce años. Cuando recoge a la mestiza Vicenta, él mismo reconoce: “Te pesqué virgen. Así me gustan, pues, Señor!” Fermín dice: “La lujuria le da una energía de bestia sagrada. Él no se acuesta con las indias a las que tiene derecho. A las mestizas las atrapa con esa mirada desigual y ese olor que brota de su cuerpo”. Según el músico Gregorio: “El patrón don Bruno es sucio. El sexo lo tiene como de diablo”.

El otro lado oscuro de este personaje se refleja en ese retorcimiento que aflora cuando tortura a sus siervos: “Vigilaba el flagelamiento de su primer mandón. Su imponente cabeza gozaba y gemía”. Azota y después pide perdón. Es violento e iracundo, manda inmovilizar en el cepo por varios días a los trabajadores que considera que se han portado mal, los cuelga en el pisonay de la casa hacienda. “Castigo a mis indios cuando hacen pecado, cuando faltan mis órdenes.” Sin embargo, lo salva su espíritu compasivo producto de la culpa cristiana y de su paternalismo. Le pregunta al Alcalde: Varayoc, ¿hay mucha suciedad en el fondo de mis ojos?”. “No patrón, hay tristeza.” Algo valorable en él es que no es ambicioso, no se le compra con dinero. “No necesito dinero, no quiero negocios.” “A mí déjame en mi huayk’o con mis indios y mis frutales.” Como bien dice Fermín: “Todo hombre tiene su precio, menos Bruno”. Y él le dice a su hermano: “No corrompas a mis indios. Ellos no son borrachos, no son violadores, no son ladrones. No son como tú ni como yo”. Su forma de ser inspira respeto. Su cuñada Matilde señala: “Es altivo y humilde al mismo tiempo. Es leal. Creo que es muy leal a sus ideas aunque sean raras”. Ella es la que mejor lo entiende. Refiere que Bruno tiene en el corazón un torbellino que ha sido provocado por su contacto con los indios. Otra mujer que lo conoce, Asunta, opina: “Aunque maldito, creo que es un caballero”.

Medio alucinado, rodeado de una atmósfera de misticismo con visos de fundamentalismo, don Bruno genera sentimientos encontrados.

Gamonal viene de gamona

La gamona es una planta perenne e indestructible de la familia de las liláceas. Casi como inmortales, hierba mala que nunca muere: así se veía en los Andes a los propietarios de tierras a inicios del siglo XX. El gamonal más conocido fue Alfredo Romainville, llamado el Monstruo de La Convención, al que se enfrentó el mítico líder Hugo Blanco en los años de 1960.

Se consideran de linaje colonial. En la novela, el cholo Cisneros es visto como una especie de nuevo rico por los otros gamonales, porque no es un señor “desde sus antepasados”, ni un “señor de antiguo”. Bruno señala, refiriéndose a él: “No es de nuestra casta”.

Desde la República, cada hacendado era un reyezuelo español. Ellos dictaban sus leyes y no respetaban las instituciones judiciales ni las leyes nacionales. Según Portocarrero: “En el feudalismo andino, el gamonal no considera al indio como un ser humano, sino como un objeto disponible para su propio beneficio. Por su parte, los indios divinizan a los señores y el patrón asume que debe protegerlos.” Se arrodillaban, le besaban los pies, las manos. Bruno le dijo a una india: “Levántate, no beses mis pies. No soy ya dios. Soy tu patrón, tu dueño”.

El antropólogo Enrique Mayer diferencia entre este sistema que se desarrolló en la sierra, donde los peones tenían un régimen de servidumbre, y el del trabajo remunerado de las haciendas capitalistas de la costa, en el que la mano de obra era proletaria. “En una época, las haciendas de la sierra no fueron valoradas tanto por el número de hectáreas como por el número de siervos”, manifiesta. “Ellos serán siempre de mí, siempre”, dice don Bruno, y le responde en quechua a Adrián K’oto, primer cabecilla de los siervos de su hacienda: “Los colonos no tienen nada, todo es de mi pertenencia. ¿No sabes que tu alma es también de mí?”.

Bruno cree en la superioridad moral del feudalismo clásico. Portocarrero lo llama el proyecto neofeudal de don Bruno, “que implica resistir la modernización percibida como una fuerza corruptora del hombre. La consolidación de las jerarquías pasa por un aislamiento y una alianza con los indios para evitar su degeneración moral, ofreciéndoles solidaridad a cambio de su entrega y mansedumbre”.

Redimido

Es rubio, de ojos azules, “sus barbas rubias le daban aire como de un ángel indignado, de un aparecido enviado por los cielos”. Y poco a poco comienza a ser percibido como un santo. Se transforma de maldito en venerado. “De súbito, Bruno se toma en serio el mensaje cristiano y desarrolla la piedad que le faltó al gamonalismo para estabilizarse como sistema social”, precisa Portocarrero.

“Sus almas dependen de la mía. Ya no son pobres.” Les cedió y les dio licencia para que negocien con los comuneros más pobres de Paraybamba. Esto llenó de ira y preocupación a los hacendados vecinos. Su hermano Fermín sostiene: “Bruno se convierte cada día más en un inferior. Se está volviendo indio”.

Todo es contradictorio en Bruno. Es defensor del orden tradicional, pero, a la vez, rompe con su padre y su mundo cuando entrega el cuerpo de su madre a los indios para que sea enterrada por ellos. “A través de ese rito, don Bruno es un hombre cambiado y poseído por una gran energía y un sentido de misión transformadora”, añade Portugal.

Las amenazas que se ciernen sobre la población y el peligro de la modernidad producen un cambio interno en Bruno, que logra controlar su desenfreno sexual y decide establecerse con la mestiza Vicenta, quien espera un hijo suyo. “Te digo adorada. Es la primera vez que puedo pronunciar esa palabra. Me consuelas. ¿Por qué no siento ahora la violencia de que te acuestes a mi lado, de desnudarte como un bruto que he sido, apenas una joven estaba conmigo? Vicenta, me has salvado.” Se transforma, se redime. Visita a los comuneros de Paraybamba y les ofrece semilla para la siembra. Se despide aclamado por los indios.

Mientras tanto, han llegado las maquinarias de la compañía norteamericana que ha expropiado la hacienda La Esmeralda, y comienzan a aplanar la pampa con bulldozers. Don Bruno, el místico revolucionario, se culpa de todas esas desgracias y decide purificar el mundo acabando con los responsables. Va a la hacienda del cruel don Lucas y lo mata. Luego se dirige a La Esperanza, la hacienda de su hermano Fermín, le dispara y lo deja herido. Al ver lo que ha hecho, se derrumba y llora. Lo último que sabemos de él es que está encarcelado en la capital de la provincia.

Afortunadamente, con la reforma agraria se extinguió esta estirpe, y con ella don Bruno Aragón de Peralta, el último canalla bondadoso.

Fuente: http://www.revistaideele.com/reportajes/207

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