
Han pasado más de sesenta años desde el “imaginario” del progreso y la modernidad ha venido influyendo en las decisiones más elevadas del sistema histórico vigente. Desde que fuimos calificados como sub-desarrollados comenzamos a percibirnos por debajo de ciertos estándares vistos como ideales. Aprendimos a imitar y a tener vergüenza de nuestros propios campos culturales y sociales, por el sólo hecho de ser tradicionales, diversos y originales. Nos dedicamos con esmero a construir una institucionalidad funcional a esos ajenos propósitos, y aceptamos sin fórmula de jucio la premisa de que todo proceso significativo de desarrollo viene determinado
por el crecimiento, por indiscriminado que sea. Colocamos todas las energías sociales, económicas y políticas detrás de esa empresa mayor llamada modernización, intensificando el incremento de la entropía en casi todos los territorios. Las estructuras emergentes de ese desorden parcialmente programando por el propio Estado no han conseguido acabar con las pobrezas, las desigualdades y las agresiones ambientales. Después de tanta inversión en modernización, no somos pocos los que nos percibimos como maldesarrollados, viviendo un “mal vivir”.
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