lunes, 8 de diciembre de 2008

Globalización*.
ANTHONY GIDDENS.
Una amiga mía estudia la vida rural de África central. Hace unos años hizo su primera visita a una zona remota donde iba a efectuar su trabajo de campo. El día que llegó la invitaron a una casa local para pasar la velada. Esperaba averiguar algo sobre los entretenimientos tradicionales de esta comunidad aislada. En vez de ello, se encontró con un pase de Instinto básico [en el contexto latinoamericano: Bajos instintos con Sharon Stone] en video. La película, en aquel momento, no había ni llegado a los cines de Londres. Anécdotas como ésta revelan algo sobre nuestro mundo. Y no son triviales. No es sólo cuestión de que la gente añada parafernalia moderna -videos, aparatos de televisión, ordenadores personales, etc.- a sus vidas. Vivimos en un mundo de transformaciones que afectan casi a cualquier aspecto de lo que hacemos. Para bien o para mal nos vemos propulsados a un orden global que nadie comprende del todo, pero que hace que todos sintamos sus efectos.
Puede que la globalización no sea una palabra particularmente atractiva o elegante. Pero absolutamente nadie que quiera entender nuestras perspectivas en este fin de siglo puede ignorarla. Viajo mucho para hablar en el extranjero. No hay un solo país en que la globalización no esté siendo exhaustivamente discutida. En Francia la palabra es mondialisation. En España y América Latina, globalización. Los alemanes dicen Globalisierung.
La difusión global del término testimonia las mismas tendencias a las que se refiere. Todo gurú de los negocios habla de ello. Ningún discurso político está completo sin una referencia a él. A finales de los años ochenta, sin embargo, la palabra apenas se utilizaba, ni en la literatura académica, ni en el lenguaje cotidiano. Ha pasado de ningún lugar a estar casi en todas partes.
Dada su repentina popularidad, no debería sorprendernos que el significado del concepto no esté siempre claro o que se haya desencadenado una reacción intelectual contra él. La globalización tiene algo qué ver con la tesis de que todos vivimos ahora en un mismo mundo -pero ¿de qué formas exactamente? ¿Es la idea realmente válida?-. Diferentes pensadores han adoptado posturas completamente opuestas sobre la globalización en los debates surgidos en los últimos años. Algunos se resisten a ella en bloque. Los llamo los escépticos.
Según los escépticos, toda palabrería sobre la globalización se queda en eso, en mera palabrería. Sean cuales sean sus beneficios, sus desafíos y tormentos, la economía globalizada no es especialmente diferente de la que existía en periodos anteriores. El mundo funciona de forma bastante parecida a como lo ha hecho durante muchos años.La mayoría de los países, afirman los escépticos, ganan sólo una pequeña parte de su renta con el comercio exterior. Además, buena parte del intercambio económico se da entre regiones, en lugar de ser verdaderamente mundial. Los países de la Unión Europea, por ejemplo, comercian principalmente entre ellos. Lo mismo se puede decir de los otros grandes bloques comerciales, como la costa pacífica de Asia o Norteamérica.
Otros toman una postura muy diferente. Los denominaré radicales. Los radicales afirman que no sólo la globalización es muy real, sino que sus consecuencias pueden verse en todas partes. El mercado global, dicen, está mucho más desarrollado incluso que en los años sesenta y setenta, y es ajeno a las fronteras nacionales. Los Estados han perdido gran parte de la soberanía que tuvieron, y los políticos mucha de su capacidad para influir en los acontecimientos. No es sorprendente que nadie respete ya a los líderes políticos, o que nadie tenga mucho interés en lo que tienen que decir. La era del Estado-nación ha terminado. Los Estados, como dice el escritor financiero japonés Kenichi Ohmae, se han convertido en meras “ficciones”. Autores como Ohmae ven las dificultades económicas de la crisis asiática de 1998 como ejemplo de la realidad de la globalización, aunque vista desde su lado destructivo.
Los escépticos tienden a situarse en la izquierda política, especialmente en la vieja izquierda. Pues si todo esto es, esencialmente, un mito, los gobiernos pueden controlar todavía la economía y el Estado de bienestar permanecer intacto. La idea de globalización, según los escépticos, es una ideología propagada por librecambistas que quieren desmantelar los sistemas de bienestar y recortar los gastos estatales. Lo ocurrido es, como mucho, una vuelta a lo que el mundo era hace un siglo. A finales del siglo XIX había ya una economía mundial abierta, con un gran volumen de comercio, incluido el tráfico de capitales.
Y bien ¿quién tiene razón en este debate? Creo que los radicales. El nivel de comercio mundial es hoy mucho mayor de lo que ha sido jamás y abarca un espectro mucho más amplio de bienes y servicios. Pero la mayos diferencia está en el nivel de flujos financieros y de capitales. Ajustada como está al dinero electrónico -dinero que existe sólo como dígitos en ordenadores-, la economía mundial de hoy no tiene paralelos en épocas anteriores.
En la nueva economía electrónica global gestores de fondos, bancos, empresas, al igual que millones de inversores individuales, pueden transferir cantidades enormes de capital de un lado del mundo al otro con el botón de un ratón. Al hacerlo pueden desestabilizar lo que podían parecer economías sólidas y a prueba de bomba, como sucedió en Asia.
El volumen de transacciones económicas mundiales se mide normalmente en dólares estadounidenses. Para la mayoría de la gente un millón de dólares es mucho dinero. Medido como fajos de billetes de cien dólares, abultaría 50 centímetros. Cien millones de dólares llegarían más alto que la catedral de San Pablo en Londres. Mil millones de dólares medirían casi 200 kilómetros, 20 veces más que el Monte Everest.
Sin embargo, se maneja mucho más de mil millones de dólares cada día en los mercados mundiales de capitales. Significa un aumento masivo desde sólo finales de los años ochenta, por no referirnos a un pasado más lejano. El valor del dinero que podamos tener en nuestros bolsillo o nuestras cuentas bancarias cambia por momentos según las fluctuaciones de estos mercados.
Por tanto, no vacilaría en decir que la globalización, tal como la experimentamos, es en muchos aspectos no sólo nueva, sino revolucionaria. Pero no creo que ni los escépticos ni los radicales hayan comprendido adecuadamente qué es o cuáles son sus implicaciones para nosotros. Ambos grupos consideran el fenómeno en términos económicos. Es un error. La globalización es política, tecnológica y cultural, además de económica. Se ha visto influida, sobre todo, por cambios en los sistemas de comunicación, que datan únicamente de finales de los años sesenta.
A mediados del siglo XIX un retratista de Massachussets, Samuel Morse, transmitió el primer mensaje -¿qué ha fraguado Dios?- por telégrafo eléctrico. Al hacerlo inició una nueva fase en la historia del mundo. Nunca antes se había enviado un mensaje sin que alguien fuera a algún sitio a llevarlo. Y, con todo, la llegada de las comunicaciones por satélite marca una ruptura igual de dramática con el pasado. Hasta 1969 no se lanzó el primer satélite comercial. Hoy hay más de doscientos satélites parecidos sobrevolando la tierra y cada uno porta una inmensa cantidad de información. Por primera vez en la historia es posible la comunicación instantánea de una esquina del mundo a otra. Otros tipos de comunicación electrónica, cada vez más incorporados a la transmisión por satélite, también se han acelerado en los últimos años. Hasta finales de los años cincuenta no existían cables específicamente transatlánticos o transpacíficos. Los primeros contenían menos de cien canales. Los actuales recogen más de un millón.
El 1 de febrero de 1999, unos ciento cincuenta años después de que Morse inventara su sistema de puntos y rayas, su código desapareció finalmente de la escena mundial. Dejó de utilizarse como medio de comunicación marítima. En su lugar ha aparecido un sistema que utiliza tecnología satélite, mediante el que cualquier barco en apuros puede ser localizado inmediatamente. La mayoría de los países se prepararon para la transición con tiempo. Los franceses, por ejemplo, abandonaron el código Morse en sus aguas territoriales en 1997; se dieron de baja con un adorno galo: “A todos. Éste es nuestro último grito antes del silencio eterno”.
La comunicación electrónica instantánea no es sólo una forma de transmitir noticias o información más rápidamente. Su existencia altera la textura misma de nuestras vidas, seamos ricos o pobres. Algo ha cambiado en la esencia de nuestra experiencia cotidiana cuando puede sernos más conocida la imagen de Nelson Mandela que la cara de nuestro vecino de enfrente.
Nelson Mandela es una celebridad mundial, y la celebridad en sí misma es, en gran medida, producto de nuevas tecnologías de la comunicación. El alcance de las tecnologías mediáticas crece con cada ola de innovación. Le costó cuarenta años a la radio conseguir una audiencia de 50 millones en Estados Unidos. La misma cantidad de gente utilizaba ordenadores personales sólo quince años después de que apareciera el ordenador personal. Hicieron falta sólo cuatro años, desde que se hizo accesible, para que cincuenta millones de estadounidenses usaran Internet con regularidad.
Es un error pensar que la globalización sólo concierne a los grandes sistemas, como el orden financiero mundial. La globalización no tiene qué ver sólo con lo que hay “ahí afuera”, remoto y alejado del individuo. Es también un fenómeno de “aquí dentro”, que influye en los aspectos íntimos y personales de nuestras vidas. El debate sobre valores familiares que se desarrolla en muchos países puede parecer apartado de las influencias globalizadoras. No lo está. Los sistemas familiares tradicionales están transformándose, o en tensión, en muchas zonas del mundo, sobre todo al exigir las mujeres una mayor igualdad. Nunca ha habido una sociedad, al menos entre las registradas en la historia, en la cual las mujeres hayan sido ni siquiera aproximadamente iguales a los hombres. Ésta es una revolución verdaderamente global en la vida diaria, cuyas consecuencias se están sintiendo en todo el mundo, en ámbitos que van desde el trabajo a la política.
La globalización es, pues, una serie compleja de procesos, y no uno sólo. Operan, además, de manera contradictoria o antitética. La mayoría de la gente cree que la globalización simplemente “traspasa“ poder o influencia de las comunidades locales y países a la arena mundial. Y ésta es, desde luego, una de sus consecuencias. Las naciones pierden algo del poder económico que llegaron a tener. Pero también tiene el efecto contrario. La globalización no sólo presiona hacia arriba, sino también hacia abajo, creando nuevas presiones para la autonomía local. El sociólogo norteamericano Daniel Bell lo describe muy bien cuando dice que la nación se hace no sólo demasiado pequeña para solucionar los grandes problemas, sino también demasiado grande para arreglar los pequeños.
La globalización es la razón del resurgimiento de identidades culturales locales en diferentes partes del mundo. Si uno pregunta, por qué los escoceses quieren más autonomía en el Reino Unido, o por qué hay un fuerte movimiento separatista en Québec, la respuesta no se va a encontrar sólo en su historia cultural. Los nacionalismos locales brotan como respuesta a tendencia globalizadoras, a medida que el peso de los Estados-nación más antiguos disminuye.
La globalización también presiona lateralmente. Crea nuevas zonas económicas y culturales dentro y a través de países. Ejemplos son Hong Kong, el norte de Italia, Silicon Valley, en California. O la región de Barcelona. El área que rodea Barcelona en el norte de España se adentra en Francia. Cataluña, donde está Barcelona, está sólidamente integrada en la Unión Europea. Es parte de España, pero también mira hacia fuera.
Estos cambios se ven impulsados por una serie de factores, algunos estructurales, otros más específicos e históricos. Los flujos económicos están, ciertamente, entre las fuerzas motrices -especialmente el sistema financiero mundial-. No son, sin embargo, fuerzas de la naturaleza. Han sido modeladas por la tecnología y la difusión cultural, así como por las decisiones de los gobiernos de liberalizar y desregular sus economías nacionales.
El colapso del comunismo soviético ha consolidado esta evolución [la de la globalización], pues ningún grupo significativo de países queda ya fuera. No fue un colapso casual. La globalización explica por qué y cómo encontró su fin el comunismo soviético. La antigua Unión Soviética y los países de Europa del Este eran comparables a Occidente en cuanto a niveles de crecimiento hasta, más o menos, comienzos de los años setenta. Después de ese momento se quedaron atrás rápidamente. El comunismo soviético, con su énfasis en la empresa estatal y la industria pesada, no podía competir en la economía electrónica mundial. El control ideológico y cultural en el que se basaba la autoridad política comunista no podía sobrevivir en una era de medios de comunicación globales.
Los regímenes soviético y de Europa del Este eran incapaces de evitar la recepción de emisiones de radio y televisión occidentales. La televisión jugó un papel directo en las revoluciones de 1989, que se han llamado, con razón, las primeras “revoluciones televisivas”. Las protestas callejeras que tenían lugar en un país eran observadas por las audiencias televisivas de otros, y mucho público se lanzaba entonces a las calles.
La globalización, por supuesto, no está evolucionando equitativamente, y de ninguna manera es totalmente benigna en sus consecuencias. Muchas personas que viven fuera de Europa y Norteamérica la consideran, y les desagrada, una occidentalización -o incluso americanización, ya que Estados Unidos es ahora la única superpotencia, con una posición económica, cultural y militar dominante en el orden mundial-. Muchas de las expresiones culturales más visibles de la globalización son estadounidenses: Coca.Cola, McDonald’s, La CNN.
La mayoría de las empresas multinacionales gigantes están también instaladas en EE UU. Y las que no, vienen de los países ricos, no de las zonas más pobres del mundo. Una visiín pesimista de la glñobalización la tendría mayormente por un asunto del norte industrial, en el que las sociedades en desarrollo del sur tienen poco o ningún peso. La vería destrozando culturas locales, ampliando las desigualdades mundiales y empeorando la suerte de los marginados. La globalización, razonan algunos, crea un mundo de ganadores y perdedores, unos pocos en el camino rápido hacia la prosperidad, la mayoría condenada a una vida de miseria y desesperación.
En efecto, las estadísticas son angustiosas. La porción de renta global de la quinta parte más pobre de la población mundial se ha reducido del 2,3 por 100 al 1,4 por 100 entre 1989 y 1998. La proporción que se lleva la quinta parte más rica, en cambio, ha aumentado. En el África susahariana 20 países tienen menor renta per cápita en términos reales que a finales de loa años setenta. En muchos países poco desarrollados las normas de seguridad y medio ambiente son escasas o prácticamente inexistentes. Algunas empresas trasnacionales venden mercancías que son restringidas o prohibidas en los países industriales -medicinas de poca calidad, pesticidas destructivos o cigarrillos con un alto contenido en nicotina y alquitrán-. En lugar de una aldea global, alguien podría decir, esto parece más el saqueo global.
Junto al riesgo ecológico, con el que está relacionado, la creciente desigualdad es el mayor problema que afronta la sociedad mundial. No valdrá, sin embargo, culpar simplemente a los ricos. Es fundamental para mi razonamiento el hecho de que la globalización hoy es sólo en parte occidentalización. Por supuesto que las naciones occidentales, y en general los países industriales, tienen todavía mucha mayor influencia sobre los negocios mundiales que los Estados más pobres. Pero la globalización se está descentrando cada vez más -no se encuentra bajo el control de un grupo de naciones, y menos aún de las grandes empresas-. Sus efectos se sienten en los países occidentales tanto como en el resto.
Esto es cierto del sistema financiero mundial y de los cambios que afectan a la naturaleza misma del poder. Lo que podría llamarse colonización inversa es cada vez más común y significa que países no occidentales influyen en pautas de Occidente. Los ejemplos abundan: la latinización de Los Ángeles, la emergencia de un sector globalmente orientado de alta tecnología en India o la venta de programas de televisión brasileños a Portugal.
¿Es la globalización una fuerza que promueve el bien común? La pregunta no puede contestarse de manera simple, dada la complejidad del fenómeno. La gente que lo pregunta, y que culpa a la globalización de agravar las desigualdades mundiales, suele tener en mente la globalización económica y, dentro de ella, el libre comercio. Bien, es seguramente obvio que el libre comercio no es una ganancia absoluta. Especialmente en lo que concierne a los países menos desarrollados. Abrir un país, o regiones dentro de él, al libre comercio puede minar una economía local de subsistencia. Un área que se hace dependiente de unos pocos productos vendidos en mercados mundiales es muy vulnerable a las alteraciones de los precios y el cambio tecnológico.
El comercio necesita siempre un marco de instituciones, al igual que otras formas de desarrollo económico. Los mercados no pueden ser creados con medios puramente económicos, y el grado en que una economía cualquiera debiera ser expuesta al mercado mundial debe depender de un conjunto de criterios. Oponerse, sin embargo, a la globalización económica y optar por el proteccionismo económico sería una táctica igualmente errónea para naciones ricas y pobres. El proteccionsimo puede ser una estrategia necesaria en algunos momentos y países. En mi opinión, por ejemplo, Malaisia hizo bien en introducir controles en 1998 para contener el chorro de capitales que salía del país. Pero formas más continuadas de proteccionismo no ayudarán al desarrollo de los países pobres, y entre los ricos conduciría a bloques comerciales enfrentados.
Los debates sobre la globalización que mencioné al comienzo se han implicado principalmente en sus implicaciones para el Estado-nación. ¿Son los Estados-nación, y por ende los líderes políticos nacionales, todavía poderosos o son cada vez más irrelevantes para las fuerzas que modelan al mundo? Los Estados-nación son, desde luego, aún poderosos, y los líderes políticos tienen un gran papel que jugar en el mundo. Pero al mismo tiempo el Estado-nación se está transformando ante nuestros ojos. La política económica nacional no puede ser tan eficaz como antes. Más importante es que las naciones han de repensar sus identidades ahora que las formas más antiguas de geopolítica se vuelven obsoletas. Aunque éste es un punto conflictivo, yo diría que tras el fin de la guerra fría muchas naciones no tienen enemigos. ¿Quiénes son los enemigos de Gran Bretaña, Francia o Brasil? La guerra en Kosovo no enfrentó a una nación con otra. Fue un conflicto entre un nacionalismo territorial anticuado y un intervencionismo nuevo, movido por razones éticas.
La naciones afrontan hoy riesgos y peligros en lugar de enemigos, un cambio enorme en su propia naturaleza. Sólo de la nación se pueden hacer estos comentarios. Dondequiera que miremos vemos siempre instituciones que parecen iguales siempre desde fuera, y llevan los miemos nombres, pero que por dentro son bastante diferentes. Seguimos hablando de la nación, la familia, el trabajo, la tradición, la naturaleza, como si todos fueran iguales que en el pasado. No lo son. La concha exterior permanece, pero por dentro han cambiado -y esto está ocurriendo no sólo en los Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia, sino prácticamente en todas partes-. Son lo que llamo instituciones concha. Son instituciones que se han vuelto inadecuadas para las tareas a las que están llamadas a cumplir.
A medida que los cambios que he descrito en este capítulo toman cuerpo, crean algo de lo que no ha existido antes: una sociedad cosmopolita mundial. Somos la primera generación que vive en esta sociedad, cuyos contornos sólo podemos ahora adivinar. Está transtornando nuestros modos de vida, independientemente de dónde nos encontremos. No es -al menos por el momento- un orden mundial dirigido por una voluntad humana colectiva. Más bien está emergiendo de una manera anárquica, casual, estimulado por una mezcla de influencias.
No está asentada ni asegurada, sino llena de inquietudes, además de marcada por divisiones profundas. Muchos de nosotros nos sentimos atenazados sobre las que no tenemos poder alguno. ¿Podemos volver a imponer nuestra voluntad sobre ellas? Creo que sí. La impotencia que experimentamos no es señal de deficiencias personales sino que refleja las deficiencias de nuestras instituciones. Necesitamos reconstruir las que tenemos o crear otras nuevas. Pues la globalización hoy no es accesoria en nuestras vidas. Es un giro en las propias circunstancias de nuestra vida. Es la manera en la que vivimos ahora.
Fuente: http://mx.geocities.com/revistalafuente/sociedad/sociolofilia/articulos/giddens.htm

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