miércoles, 22 de junio de 2011

La desigual pelea: Algo sobre la muerte del taytay Arguedas (1911-1969)

Oscar Brando
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Me paro provisoriamente frente a dos dossiers: uno psiquiátrico, el otro literario. El dossier psiquiátrico, ordenado por el doctor Santiago Stucchi, reúne los documentos de la depresión de José María Arguedas a lo largo de varias décadas. El literario forma parte del dossier genético para la edición crítica de la última novela de Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, realizada por Eve-Marie Fell. Las dos series representan dos itinerarios —uno de la vida, otro de la obra— del escritor peruano, y se ven converger hacia un mismo final: el del suicidio del escritor y el del suicidio de la escritura.

Cierta vez Félix Grande despertó un recuerdo suyo de Arguedas a partir de la interrogación que le suscitara el aserto de un psiquiatra amigo: “Cuando alguien quiere matarse, cuando lo quiere de verdad, nadie puede evitarlo”. “Pero por qué lo quiere de verdad —agregaba Félix Grande—, eso no podemos saberlo, y toda suposición es pobre”. Stucchi hace un repertorio exhaustivo de las preguntas formulables y pone en juego la reversibilidad del razonamiento. ¿Fueron los conflictos de infancia, sus infortunadas vivencias, su orfandad y su inestabilidad afectiva las que produjeron el enervamiento y la depresión? ¿O fue la depresión, el desbalance de neurotransmisores, la melancolía, los que le inspiraron una antinovela familiar que se le presentó como un cuento de hadas: orfandad, abandono, madrastra, imploración de la muerte? ¿Fue la excesiva fe en una utopía social y su fracaso la que desencadenó el final trágico de su proyecto literario y de vida? ¿O esa máquina de guerra que fue su confianza en el proyecto transculturador se le presentó como la posibilidad tenaz de combatir un sentimiento trágico e irreversible? La indecisión entre dos mundos, ¿lo dejó caer en la falla que los separaba, o esa sima tomó la forma de sus biografías tanáticas? “¿Pueden responderse estas preguntas?”, se preguntó Stucchi. “Es difícil.”

El dossier genético que organizó Eve-Marie Fell con la correspondencia, artículos y otros documentos que rondaron la creación de la novela final de Arguedas le permitió sacar una conclusión interesante pero rebatible: el Diario incluido en la propia novela, que podría oficiar él mismo de dossier del proceso creativo, silenció numerosos problemas que aquejaron a Arguedas en ese tiempo. Problemas económicos, laborales, sentimentales y terapéuticos, sus “exilios” del Perú para poder escribir la novela, sus incertidumbres políticas en un momento de cambios violentos en su país, no aparecerían, según Fell, con explicitud en los diarios. Tengo para mí que otra debería ser la lectura del conjunto que forman diarios y novela y que ella nos llevaría a descubrir, seguramente de una forma trópica y no documental, los conflictos que sobrellevó el escritor durante la elaboración del libro.

Julio Ortega, en su imprescindible trabajo “Discurso del suicida”, afirmó que “la apuesta de salvarse por las palabras es en realidad la preparación final para asumir la muerte”. Al mismo tiempo, Ortega distinguió el pendular de la escritura del último libro: mientras los diarios, al tomar directamente el malestar y el fracaso, conjuraban el suicidio y recuperaban el tono de vida cada vez que la obra se detenía, cuando se reasumía el texto del relato el suicidio parecía retornar, ya no como tema, sino desde la metáfora del deterioro y en la frustración solitaria de la escritura. La decisión de reunir ambos textos que Arguedas tomó antes de suicidarse fue el reconocimiento de los vasos comunicantes que había entre ellos y, sobre todo, del abismo al que los dos conducían.

Por una parte, Arguedas contravino su viejo proyecto de no imitar la forma de hablar del serrano en la costa, convirtiendo la novela de los zorros en un registro etnográfico de carácter mimético del habla deshecha que habitaba el puerto pesquero de Chimbote. La novela reprodujo el caos verbal y cultural que encontró Arguedas en sus investigaciones por esos espacios que el nuevo capitalismo había fundado: Supe, Chimbote. Pero el caos le puso un límite que Arguedas resolvió al final cociéndose en los “hervores” de la segunda parte de la novela: impedido de seguir desarrollando la trama de una novela que se había quedado sin espacio (un antiguo trabajo de José Luis Rouillón sobre la especialidad en la narrativa de Arguedas permitió a Martin Lienhard descubrir que en la novela de los zorros el espacio había sido sustituido o creado por los diálogos), el escritor manipuló el final trazando un plan que descubría que la historia que se estaba contando no tenía cierre. El propio escritor había creado las condiciones de inconclusión, había llevado la palabra herida hasta el balbuceo y la muerte. Al mismo tiempo el Diario, redactado en el español normativo de un narrador de cultura, había sido intervenido por los zorros legendarios que se iban quedando con la vida de las palabras que los habían animado.

En un conjunto complejo —que se reveló con fuerza en las obras de Arguedas de su última década—, el escritor consiguió la intersección de dos vertientes: la herida narcisista de carácter autobiográfico y el mundo etno-ficcional de Chimbote en el que incluyó los zorros extraídos del relato cosmogónico Dioses y hombre de Huarochirí. “Los zorros —escribe Alberto Moreiras— es un texto escrito en el pliegue de una pulsión de muerte, cuyo sentido más íntimo, legible en los diarios, puede haber sido para Arguedas defenderse de un colapso psicótico que no habría tenido implicaciones meramente personales. Es aquí donde las dos dimensiones fundamentales de la novela, la etno-ficcional y la autobiográfica o autotanatográfica, se juntan sin sutura. La psicosis narcisista arguediana encuentra su símbolo catastrófico en Chimbote”.

La importancia de comprender este amasijo de escritura es reconocer que los múltiples problemas que aquejaban a Arguedas se reflejan en él, transfigurados en ficción etnográfica o autobiográfica. Digamos que el desencanto de Arguedas y, como consecuencia, su voluntad de poner fin a su tarea y a su vida, se representan en dos grandes conjuntos que combinan de diferente manera materiales parecidos. Uno lo propondríamos como el de los fracasos económicos, profesionales, laborales. En este espacio se confunden el trabajo de Arguedas como antropólogo y su tarea como creador literario. Esa fusión que pudo enriquecer los dos ámbitos, el de los escritos etnográficos y el de sus relatos, le trajo sin embargo debates y rechazos. Su tarea profesional fue fuertemente discutida por las nuevas corrientes de la antropología que se imponían en los cuarenta y los cincuenta; y su creación literaria, en particular la novela Todas las sangres, fue despreciada o bien por dar una visión errada del Perú o bien por intentar abarcar simbólicamente toda la realidad a partir de gruesas simplificaciones. Puede decirse, en este sentido, que Arguedas sufrió una dislocación como científico y como escritor. Este segundo aspecto se revela en los diarios en sus comentarios sobre otros escritores contemporáneos, juicios que lo despeñaron en un fuerte debate con Julio Cortázar. Al mismo tiempo, esta actitud de Arguedas no solo era un problema de estética literaria o una dilucidación entre cosmopolitismo o regionalismo. Tenía que ver, también, con la nueva concepción de la literatura, lo que en su momento se tipificó como la diferencia entre creadores y productores, la literatura en la circulación de los bienes culturales, etcétera. “Escribimos por amor, por goce y por necesidad, no por oficio”, escribió en uno de los diarios, incluyendo en el “nosotros” provinciano a sus admirados Rulfo, Onetti, Guimaraes Rosa. Si bien éstos no fueron asuntos que aparecieran con claridad en los diarios (solo en sutiles adjetivos que aplicó a Carlos Fuentes), sí lo hicieron con trágica transparencia en la propia novela de los zorros. Es allí donde están planteadas las nuevas reglas del capitalismo, la transformación de los zorros míticos en los personajes que dialogan de las condiciones de producción en el capítulo tercero.

Desde el punto de vista estrictamente literario, Arguedas se anticipó en extenderle el certificado de defunción al realismo maravilloso. Recién publicada Cien años de soledad, Arguedas ya veía el fin de las ambiciones omniexplicativas de la nueva novela latinoamericana y comenzaba a recorrer un camino que coincidía con la nueva épica del testimonio pero que adelantaba en décadas al giro subjetivo de la narrativa. La mezcla de diarios y mímesis del habla instaló tempranamente un modelo de realidad/ficción que fisuró la idea de la autonomía literaria proponiendo lo que hoy se postula como literaturas posautónomas o literaturas etnográficas. Cierto es que Arguedas contaba con la posibilidad de una ucronía: la de remontar el camino recorrido por la narrativa desde los cronistas y reinstalarse en la etapa previa a la fetichización de la palabra escrita que habían impuesto los españoles. En ese anacronismo Arguedas podía remitirse a una literatura preautónoma en la que la palabra viva, de trasmisión oral, devolvía a la creación una actitud performática que la escritura le había hecho perder.

Es de sospechar que todo esto fue mucho para Arguedas. Las antiguas heridas, los desajustes biológicos y biográficos, los sentimientos de pérdida (un inciso aparte precisarían las hipótesis de una madre india que no se sabe si conoció y de una hija que tal vez tuvo, para especular acerca de la orfandad y la ausencia de hijos como motivos de su sentimiento de soledad) se abismaron en un mundo en cambio para el que Arguedas no se sentía apto. Quiso entender lo nuevo y trató de hacerlo en quechua: la Revolución cubana y el jet buscaron convivir con la danza de tijeras y el sueño del pongo. En la imagen de su nueva compañera, Sybila Arredondo, confluyeron sus conflictos sexuales, sus antiguos temores, la lucha armada. Frágil, ya afectado por la pegazón de la muerte, el 20 de agosto de 1969 escribió en el “¿Último diario?”: “He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros; los de ella han vencido. Son fuertes y estaban bien resguardados por mi propia carne. Este desigual relato es imagen de la desigual pelea”.

El 28 de noviembre de ese año se pegó un tiro. Murió el 2 diciembre.

Conexión montevideana: La segunda “resurrección”

El 11 de abril de 1966 José María Arguedas intentó suicidarse. Exactamente un mes después le escribió a Ángel Rama, con quien estaba tratando la publicación de Amormundo en Montevideo desde hacía meses: “Estoy empezando a ponerme en contacto con el mundo”. El 4 de julio le confesó: “Paso un periodo bravísimo. Oscilo entre la exaltación y la depresión, en mayor grado que en los últimos tiempos”.

El 12 del mismo mes, mientras resolvía la salida de Amormundo, que hasta ese momento era un relato largo, le comentaba: “Hoy me siento bien. Los traumas de mi infancia y adolescencia fueron muy quebradores […] Pero he de seguir peleando, Ángel. Te lo prometo. Mi mujer es excelente, pero he roto amarras formidables para unirme a ella y debo haberme herido fuerte al desgarrarme de esas ataduras”.

El 22 de agosto Sybila le escribió a Rama por encargo de José María: “Este libro aparentemente le ha resultado un ‘parto’ algo doloroso pero el ‘niño’ es maravilloso. Hay un poco de fin terapéutico en la exteriorización de lo que contienen esos relatos”.

Ese mismo mes de agosto Arguedas estaba viajando por Argentina. El 6 de septiembre, desde Mar del Plata, escribió a mano una nota a su amigo uruguayo: “Querido Ángel: Espero llegar a Montevideo el domingo […] Atravieso por una crisis peligrosa […] Te pido un favor adicional: si conoces un psiquiatra en quien confiar de veras te ruego separarme una cita para el lunes o martes. Se trata de intentar con él una apreciación del grado de desequilibrio emocional que padezco […] Tengo un antiguo enredo, traumas adquiridos en la infancia. Lo había superado aparentemente, pero creo que un hecho sin importancia para cualquiera me hundió nuevamente en una crisis más aguda”.

Arguedas pasó por Montevideo. De ese paso quedó la huella de un relato llamado “Mar de harina”, que se publicó en el semanario Marcha, y un ejemplar del poema “A nuestro padre creador Túpac Amaru Himno-Canción”, obsequiado a Rama con la siguiente dedicatoria: “Para Ángel, a quien debo la oportunidad de haber reafirmado en Montevideo el proceso de mi segunda ‘resurrección’ [sigue un texto en quechua] José María, Montevideo, set. 1966”.

Sin duda, en esos días montevideanos Arguedas había tenido consulta con el doctor Marcelo Viñar. Meses después crecía la intención de Arguedas de trasladarse a Montevideo para continuar su tratamiento. El 3 de mayo de 1967, en una carta intensa en la que comentaba a Rama un encuentro tenido en México con otros intelectuales, expresó su deseo de atender su salud psíquica en Uruguay. El 9 de septiembre le escribió: “Todas las cosas andan muy bien menos yo mismo […] las perturbaciones que siento desde el mortal accidente de abril del año pasado no han mejorado […] hasta ahora ha sido el Dr. Viñar a quien me hiciste recomendar, quien me dio la impresión de mayor lucidez y seguridad sobre la forma cómo debía ser atendido. […] Ese Viñar es un águila afectuosa”.

En una nueva carta del 13 de noviembre le contó a Rama que tuvo encuentros con Viñar en Lima y recordó Montevideo: “Me ocurre con tu ciudad lo que sucede con los lugares en los que todo se conjuró durante algunos días para hacer la vida de maravilla. Entonces uno sueña con ir a ese lugar para liberarse de todos sus males y renacer. Sueño con Montevideo, y cuando estoy agobiado me pongo a trazar planes fantásticos que me permiten estar allá y eso me alivia”.

Quiso realizar la fantasía con la ayuda de su editor Gonzalo Losada, a quien le escribió el 21 de diciembre pidiéndole un adelanto para pagarse un pasaje y estar dos meses en Montevideo. Losada lo alentó para que cumpliera ese sueño; el 11 de enero de 1968 Arguedas le escribió una carta a Marcelo Viñar contándole entusiasmado la posibilidad que Losada le había abierto y su disposición para viajar.

Allí pierdo la pista de la conexión montevideana. En los diarios incluidos en la novela de los zorros, iniciados el 10 de mayo de 1968 en Santiago de Chile, ese sueño, uno más, ya se había desvanecido.


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