INTRODUCCIÓN
Históricamente considerado
marginal y de importancia secundaria, el crimen ambiental se ha convertido en
un fenómeno global que ya no puede ser ignorado. Este creciente conjunto de
actividades nefastas incluye la caza furtiva, la pesca ilegal, el comercio
ilícito de madera, la minería ilegal, el tráfico de desechos peligrosos y
químicos tóxicos, y más. En total, este sector criminal está acumulando (o,
mejor dicho, robando) entre 70 y 213 mil millones de dólares al año alrededor
del mundo.1
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Al mismo tiempo que destruye
comunidades y ecosistemas, los delitos ambientales golpean el estado de derecho.
En demasiados casos, las autoridades gubernamentales de todo el mundo han
sucumbido a la tentación de mirar hacia otro lado a cambio de beneficios
ilícitos, o, lo que es quizás más preocupante, han descuidado su deber de hacer
cumplir la ley por temor a represalias.
El Perú conoce muy bien los
horrores de los delitos ambientales. Madre de Dios es tierra cero para la
minería ilegal. La magnitud de la destrucción es tan terrible que solo las
imágenes aéreas pueden comenzar a hacerle justicia.2 Mientras tanto, la tala
ilegal en Perú se ha convertido en una empresa criminal transnacional que hace
noticias en los principales periódicos del mundo. Un informe reciente del
Environmental Investigation Agency reveló que, en 2015, grandes cantidades de
madera ilegal salieron del Perú desde los puertos de Callao e Iquitos.3
Desafortunadamente, parece que la saga del barco Yacu Kallpa, uno de los
mayores escándalos de la madera ilegal en toda la historia, es emblemático de
un problema sistémico que va mucho mas allá de un solo caso.4 El problema es
tan extremo que, dos años después, en 2017, el gobierno de los Estados Unidos
dio un paso sin precedentes, bloqueando preventivamente las importaciones de
madera de una importante empresa peruana.5 1 C.
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