viernes, 3 de julio de 2020

Desco / Perú Hoy: Corrupción, más allá de la ley


Presentación

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Odebrecht pasó a la ofensiva y, como en cualquier enfrentamiento, lo peor que puede suceder es perder el control de la situación. Para evitarlo, la condición es que se cuente con una verdadera estrategia para erradicar la corrupción en el país, aunque, tememos, es precisamente eso lo que falta. Un plan no puede empezar y culminar sin tener nada en el medio, ni con frases como «llegaremos hasta el final» o «caiga quien caiga».


Al respecto ya, hemos tenido un primer impacto, que ha podido ser un resultado deseado o simplemente una consecuencia colateral, como fue que, tras el retiro del procurador asignado para este caso, haya habido una secuela que prácticamente licuó al gabinete ministerial con cuatro renuncias sucesivas. Peor aún, ha sido lamentable el papel de las autoridades cuyo mejor expediente ante el grave momento fue decir que la situación «no existía». Ni el avestruz pudo haberlo hecho mejor.

Lo que nadie negará es que todo ha sido sorprendentemente rápido y profundo, por lo que aún estamos anonadados, para decirlo de la mejor manera. Esto nos obliga a detenernos un momento para analizar qué tan significativos son los hechos que, a su vez, nos remiten a una larga polémica entre los historiadores. Fue Fernand Braudel1 quien categóricamente afirmó que el acontecimiento era lo accidental y radicaba en lo que denominó «el tiempo corto» de la historia, propio de las narraciones periodísticas. Luego se tomó nota que al «desaparecer» el acontecimiento de la comprensión también se hacía lo mismo con los actores y las personas que participaban en él.

Por eso, Paul Ricoeur2 indicaba tiempo después que el acontecimiento no se podía entender como un elemento puramente descriptivo ni como un accidente abrumado por el peso de la «estructura social». Para él, el acontecimiento era resultado de una narración y no tenía por qué ser exclusivamente singular, porque el quehacer historiográfico se caracteriza precisamente por construir y reconstruir acontecimientos, por el simple hecho de contarlos. De esta manera, los acontecimientos pueden ser por igual «singulares y típicos, contingentes y esperados, desviadores y tributarios de paradigmas, aunque sea de forma irónica».

Pero es Michel de Certeau seguramente el más preciso en calificar el acontecimiento actualmente:

El gran silencio de las cosas ha mutado en su contrario gracias a los medios. Si ayer la verdad se constituía como un secreto, hoy lo hace como una charlatana. Por todos lados hay noticias, información, estadísticas y sondeos. Jamás historia alguna había hablado ni mostrado tanto3.

En esa línea, Francois Dosse4 pregunta si acaso nuestra época no debe ser pensada como regida por los acontecimientos. En este sentido, es innegable que ciertos tipos de acontecimientos tienen gran fuerza social al sugerir horizontes significativos, como el 11S o la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, nada de esto debería remitirnos al convencimiento de que la profundidad de los acontecimientos está en relación directa con sus grados de mediatización. De esta manera, el problema que tenemos los que consumimos noticias es no tomar conciencia plena de los alcances que tiene esta mediatización de los hechos.

Así, no hay lugar a dudas sobre el determinante rol que tienen los medios de comunicación para presentarnos los hechos luego de cernerlos cuidadosamente. Pero, esto no niega que los hechos circunstanciales estén expresando un lecho sólido –estructural– que, entre otras cosas, permite a Odebrecht y demás agentes corruptos desenvolverse en aguas favorables. En esa línea, podríamos conjeturar la relación que podrían tener hechos aparentemente inconexos.

Tuvimos, por ejemplo, el proceso electoral de enero, tal vez uno de los más decepcionantes de los últimos tiempos. Debíamos elegir nuevos integrantes del Congreso de la República con la esperanza de obtener algo cualitativamente mejor a lo visto anteriormente, pero no fue así, a lo que la ciudadanía se expresó con una alta indecisión previa, sin otorgarle mayoría a ninguna de las organizaciones que competían y con amplios márgenes de duda sobre la representatividad de las y los elegidos.

Sin embargo, la composición del nuevo Congreso también es una buena noticia. Refleja, de alguna manera, un sinceramiento de la política peruana y, sobre todo, de la capacidad del sistema para anidar las expresiones radicales y obligarlas a negociar sus objetivos. Además, va intuyéndose la disolución de viejas organizaciones y la conformación de nuevas, aunque, y esto es lo preocupante, reproduciendo significativamente prácticas e ideas que no compatibilizan necesariamente con un ambiente democrático.

En esa línea, hay varios aspectos que van quedando como «puntos de equilibrio» en la actual política peruana. Uno de ellos es la naturalización del «endurecimiento» como característica fundamental que deben contener las políticas públicas que buscan soluciones a los principales problemas que señalamos los peruanos y peruanas. En pocas palabras, parece habernos llegado el momento de darle oportunidad a toda propuesta que ofrezca una solución tajante, sin considerar los daños que podrían provocar en los derechos de las personas ni en el funcionamiento del Estado de derecho.

En efecto, hemos dado representación congresal a opciones abiertamente confesionales, xenófobas, homofóbicas, represoras y, demás, dejando constancia de que su acción política va por caminos opuestos a cualquier supuesto democrático liberal. Entonces, debemos explicarnos esta articulación al parecer armoniosa entre la aspiración a un orden manifiestamente autoritario de las condiciones sociales y económicas internas, la forma adquirida por el Estado y las condiciones políticas para su funcionamiento, así como sus modalidades de representación política y parlamentaria y, por otro lado, los modelos de gobernanza auspiciados desde el sistema multilateral.

¿Cómo llegamos a esto? Décadas atrás, en 2004, apenas iniciado un nuevo ciclo democratizador en Perú, que suponíamos iba a reparar los daños ocasionados por el momento autoritario fujimorista de los 90, Carlos Franco ya hablaba de un realismo desencantado para referirse a la democracia peruana5. Estaba convencido de que la voluntad de cambio y los esfuerzos aplicados para reformar algunos aspectos que estaban prescritos en la Constitución de 1993 eran de bajo impacto, en tanto lo esencial, la relación Estado-sociedad que dicha Carta Magna había formalizado, no fue alterado, y de esa manera la aspirada democracia no podía ser consolidada.

En efecto, una gran promesa entonces fue la participación ciudadana. Sin embargo, lo cierto es que nunca se debatió en forma su definición, más allá de su interpretación «técnica», es decir, el uso burocrático del esquema ideado por los organismos multilaterales para la «gestión eficiente» de las políticas públicas. De otro lado, desde el 2004 se buscó una y otra vez –sin éxito– formular mecanismos que fortalecieran a los partidos políticos, mediante condicionamientos para su inscripción y ampliando paulatinamente cuestiones como la revocatoria de autoridades electas y, luego, con la generalización de la prohibición de reelección que ya había sido establecida para el Presidente de la República, como una de las primeras enmiendas que se le hizo a la Constitución de 1993, luego de la caída de Alberto Fujimori.

De esta manera, si bien nunca hubo en el Perú tantos espacios institucionales abiertos al diálogo y a la concertación entre el gobierno, los partidos y las organizaciones de la sociedad civil, estos languidecieron rápidamente. Pronto, estos espacios que debían ser la arena para la actuación de las organizaciones sociales fueron influenciados por las élites territoriales y los funcionarios de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), lo que denotaba las diferencias que marcaban el desigual acceso a la información, la capacitación, las diferencias educativas y el prestigio existentes entre los diferentes grupos sociales que componen el país.

Sin embargo, si bien lo dicho es importante, no pareciera ser lo sustancial. A lo largo de la experiencia democrática peruana lo que vamos a ver nítidamente es el menguante interés de las organizaciones sociales para incorporarse en los espacios participativos formales, en la medida en que usaban otros mecanismos que, a la sazón, parecieran haberle dado resultados más inmediatos. Uno de ellos, el más importante, ha sido el conflicto abierto. Durante estos años, la Defensoría del Pueblo se encargó de contabilizarlos y clasificarlos, llegando a registrar miles de ellos por año, predominando los denominados «conflictos socioambientales», es decir, aquellos generados por las actividades extractivas.

Entonces, no es solamente que ahora busquemos salirnos de los canales instituidos y tengamos propensiones a fusilar a todos aquellos que no comulgan con nuestras ideas o sentido moral, como quieren unos, o creer que los militares pondrán fin a la inseguridad ciudadana, como argumentan otros. Hay que remarcar también que, en esta línea, un denominador común en todas las bancadas recien conformadas, que además comparten con el Ejecutivo y el Congreso anterior, es que ninguna ha tenido un planteamiento político y una solución por el estilo al problema de la corrupción, salvo declarar su «inflexibilidad» ante ella y/o la posibilidad de «combatirla» incluso fuera de la ley.

¿Cuáles son los límites de una «mano dura» que tanto atrae a un electorado cansado de una situación que impacta negativamente en su vida cotidiana? Lo hecho hasta el momento en materia anticorrupción no está siendo asociado a más y mejor democracia, como debiera ser, circunscribiéndose a lo que buenamente puede avanzar en el ámbito legal un grupo de fiscales y jueces. Menos aún, ni siquiera hemos considerado que debemos hacerla formar parte de un marco global que busca disminuir la incidencia de este delito, por los inmensos daños que provoca en términos económicos y, especialmente, en la adecuada gobernanza nacional y global.

Ante esto, cómo podemos formular un debate respecto a derechos afectados por la corrupción, más allá de lo que digan los abogados o dirigentes políticos, cuando lo que está en cuestión no es solamente el grado delictivo del comportamiento de los corruptos, sino cómo estos delitos afectan los derechos que el Estado garantiza y, a su vez, cómo este controla la acción de las corporaciones y las obliga a que este objetivo –no dañar derechos reconocidos– sea parte de sus obligaciones.

Esto es, creemos, lo que debería ponerse sobre el tapete con la intención de Odebrecht de denunciar al Estado peruano ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi). En otras palabras, esta acción de la empresa brasilera no se ha activado teniendo en consideración solamente que esta posibilidad estaba estipulada en los contratos. En sus cálculos hay muchos más factores como, por ejemplo, el peso específico que podría tener el Perú en las jurisdicciones internacionales, su capacidad de defensa en estas instancias, los ámbitos y espacios que forman parte de su estrategia, la direccionalidad, calidad y cantidad del impacto que una u otra sentencia podría provocar, etc.

Es decir, en estos espacios se pone en juego mucho más que un básico sentido de lo legal y en eso no estamos precisamente en las mejores posiciones. En ese sentido, ahora que ponemos en tela de juicio parte de lo actuado por los fiscales encargados de llevar adelante los procesos que implica a las empresas constructoras brasileñas, debemos tomar nota que no todo corresponde a las acciones que hagan o dejen de hacer. Lo más importante ahora resulta ser la posición politica del Ejecutivo sobre la corrupción, qué metas se propone, saber cuáles son sus instrumentos y qué resultados ha alcanzado.

Así, como acción urgente, no estaría mal hacer un balance sincero sobre los logros parciales que se habrían alcanzado con el Plan Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción 2018-2021, que reemplazó al Plan Nacional de Lucha contra la Corrupción que iba hasta el 2017, y que fue definido como una estrategia que:

(…) articula acciones de prevención, detección, investigación y sanción, diferenciando los distintos niveles de corrupción que existen y la manera diferenciada de su impacto, así como una estrategia de participación conjunta y articuladas de las entidades y la sociedad en su conjunto.

Inmersos en esta problemática, desde estas páginas alcanzamos algunas reflexiones que nos permitan no solo entender cuánto socava la corrupción a la democracia y al Estado de derecho, cuánto le resta a la construcción de un proyecto nacional que incluya a todos los peruanos y peruanas, y cuán distantes podemos estar de enfrentarla adecuadamente, más allá de los términos legales. Esperamos que esta entrega contribuya a este propósito.

Lima, abril del 2020



1 Braudel, Fernand. La historia y las ciencias sociales. Madrid: Alianza Editorial, 1970.
2 Ricoeur, Paul. Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico. Ciudad de México: Siglo Veintiuno Editores, 2004.
3 De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2000.
4 Dosse, Francois. «El acontecimiento histórico. Entre Esfinge y Fénix». Historia y Grafía, n.º 41. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2013, pp. 13-42.
5 Grupo Propuesta Ciudadana (GPC). La participación ciudadana y la construcción de la democracia en América Latina. Seminario internacional. Lima: GPC - Asociación

Servicios Educativos Rurales (SER) - Consorcio Sociedad Democrática CONSODE - Oxfam, 2004. 
Publicado en http://www.desco.org.pe

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