Presentación
Leer en IMAGEN.
Odebrecht
pasó a la ofensiva y, como en cualquier enfrentamiento, lo peor que puede
suceder es perder el control de la situación. Para evitarlo, la condición es
que se cuente con una verdadera estrategia para erradicar la corrupción en el
país, aunque, tememos, es precisamente eso lo que falta. Un plan no puede
empezar y culminar sin tener nada en el medio, ni con frases como «llegaremos
hasta el final» o «caiga quien caiga».
Al
respecto ya, hemos tenido un primer impacto, que ha podido ser un resultado
deseado o simplemente una consecuencia colateral, como fue que, tras el retiro
del procurador asignado para este caso, haya habido una secuela que
prácticamente licuó al gabinete ministerial con cuatro renuncias sucesivas.
Peor aún, ha sido lamentable el papel de las autoridades cuyo mejor expediente
ante el grave momento fue decir que la situación «no existía». Ni el avestruz
pudo haberlo hecho mejor.
Lo
que nadie negará es que todo ha sido sorprendentemente rápido y profundo, por
lo que aún estamos anonadados, para decirlo de la mejor manera. Esto nos obliga
a detenernos un momento para analizar qué tan significativos son los hechos
que, a su vez, nos remiten a una larga
polémica entre los historiadores. Fue Fernand Braudel1 quien categóricamente
afirmó que el acontecimiento era lo accidental y radicaba en lo que denominó
«el tiempo corto» de la historia, propio de las narraciones periodísticas.
Luego se tomó nota que al «desaparecer» el acontecimiento de la comprensión
también se hacía lo mismo con los actores y las personas que participaban en
él.
Por eso, Paul Ricoeur2
indicaba tiempo después que el acontecimiento no se podía entender como un
elemento puramente descriptivo ni como un accidente abrumado por el peso de la «estructura
social». Para él, el acontecimiento era resultado de una narración y no tenía
por qué ser exclusivamente singular, porque el quehacer historiográfico se
caracteriza precisamente por construir y reconstruir acontecimientos, por el
simple hecho de contarlos. De esta manera, los acontecimientos pueden ser por
igual «singulares y típicos, contingentes y esperados, desviadores y
tributarios de paradigmas, aunque sea de forma irónica».
Pero es Michel de
Certeau seguramente el más preciso en calificar el acontecimiento actualmente:
El gran silencio de las cosas ha mutado en su
contrario gracias a los medios. Si ayer la verdad se constituía como un
secreto, hoy lo hace como una charlatana. Por todos lados hay noticias, información,
estadísticas y sondeos. Jamás historia alguna había hablado ni mostrado tanto3.
En esa línea,
Francois Dosse4 pregunta si acaso nuestra época no debe ser pensada como regida
por los acontecimientos. En este sentido, es innegable que ciertos tipos de acontecimientos
tienen gran fuerza social al sugerir horizontes significativos, como el 11S o
la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, nada de esto debería remitirnos al convencimiento
de que la profundidad de los acontecimientos está en relación directa con sus
grados de mediatización. De esta manera, el problema que tenemos los que
consumimos noticias es no tomar conciencia plena de los alcances que tiene esta
mediatización de los hechos.
Así, no hay lugar a
dudas sobre el determinante rol que tienen los medios de comunicación para
presentarnos los hechos luego de cernerlos cuidadosamente. Pero, esto no niega
que los hechos circunstanciales estén expresando un lecho sólido –estructural–
que, entre otras cosas, permite a Odebrecht y demás agentes corruptos desenvolverse
en aguas favorables. En esa línea, podríamos conjeturar la relación que podrían
tener hechos aparentemente inconexos.
Tuvimos, por ejemplo,
el proceso electoral de enero, tal vez uno de los más decepcionantes de los
últimos tiempos. Debíamos elegir nuevos integrantes del Congreso de la República
con la esperanza de obtener algo cualitativamente mejor a lo visto anteriormente,
pero no fue así, a lo que la ciudadanía se expresó con una alta indecisión
previa, sin otorgarle mayoría a ninguna de las organizaciones que competían y
con amplios márgenes de duda sobre la representatividad de las y los elegidos.
Sin embargo, la
composición del nuevo Congreso también es una buena noticia. Refleja, de alguna
manera, un sinceramiento de la política peruana y, sobre todo, de la capacidad
del sistema para anidar las expresiones radicales y obligarlas a negociar sus
objetivos. Además, va intuyéndose la disolución de viejas organizaciones y la
conformación de nuevas, aunque, y esto es lo preocupante, reproduciendo
significativamente prácticas e ideas que no compatibilizan necesariamente con
un ambiente democrático.
En esa línea, hay
varios aspectos que van quedando como «puntos de equilibrio» en la actual
política peruana. Uno de ellos es la naturalización del «endurecimiento» como
característica fundamental que deben contener las políticas públicas que buscan
soluciones a los principales problemas que señalamos los peruanos y peruanas.
En pocas palabras, parece habernos llegado el momento de darle oportunidad a
toda propuesta que ofrezca una solución tajante, sin considerar los daños que
podrían provocar en los derechos de las personas ni en el funcionamiento del
Estado de derecho.
En efecto, hemos dado
representación congresal a opciones abiertamente confesionales, xenófobas,
homofóbicas, represoras y, demás, dejando constancia de que su acción política
va por caminos opuestos a cualquier supuesto democrático liberal. Entonces,
debemos explicarnos esta articulación al parecer armoniosa entre la aspiración a
un orden manifiestamente autoritario de las condiciones sociales y económicas
internas, la forma adquirida por el Estado y las condiciones políticas para su
funcionamiento, así como sus modalidades de representación política y
parlamentaria y, por otro lado, los modelos de gobernanza auspiciados desde el
sistema multilateral.
¿Cómo llegamos a
esto? Décadas atrás, en 2004, apenas iniciado un nuevo ciclo democratizador en
Perú, que suponíamos iba a reparar los daños ocasionados por el momento autoritario
fujimorista de los 90, Carlos Franco ya hablaba de un realismo desencantado para
referirse a la democracia peruana5. Estaba convencido de que la voluntad de cambio
y los esfuerzos aplicados para reformar algunos aspectos que estaban prescritos
en la Constitución de 1993 eran de bajo impacto, en tanto lo esencial, la
relación Estado-sociedad que dicha Carta Magna había formalizado, no fue alterado,
y de esa manera la aspirada democracia no podía ser consolidada.
En efecto, una gran
promesa entonces fue la participación ciudadana. Sin embargo, lo cierto es que
nunca se debatió en forma su definición, más allá de su interpretación
«técnica», es decir, el uso burocrático del esquema ideado por los organismos
multilaterales para la «gestión eficiente» de las políticas públicas. De otro
lado, desde el 2004 se buscó una y otra vez –sin éxito– formular mecanismos que
fortalecieran a los partidos políticos, mediante condicionamientos para su
inscripción y ampliando paulatinamente cuestiones como la revocatoria de
autoridades electas y, luego, con la generalización de la prohibición de
reelección que ya había sido establecida para el Presidente de la República,
como una de las primeras enmiendas que se le hizo a la Constitución de 1993,
luego de la caída de Alberto Fujimori.
De esta manera, si
bien nunca hubo en el Perú tantos espacios institucionales abiertos al diálogo
y a la concertación entre el gobierno, los partidos y las organizaciones de la
sociedad civil, estos languidecieron rápidamente. Pronto, estos espacios que
debían ser la arena para la actuación de las organizaciones sociales fueron influenciados
por las élites territoriales y los funcionarios de las Organizaciones No
Gubernamentales (ONG), lo que denotaba las diferencias que marcaban el desigual
acceso a la información, la capacitación, las diferencias educativas y el
prestigio existentes entre los diferentes grupos sociales que componen el país.
Sin embargo, si bien
lo dicho es importante, no pareciera ser lo sustancial. A lo largo de la
experiencia democrática peruana lo que vamos a ver nítidamente es el menguante
interés de las organizaciones sociales para incorporarse en los espacios
participativos formales, en la medida en que usaban otros mecanismos que, a la
sazón, parecieran haberle dado resultados más inmediatos. Uno de ellos, el más
importante, ha sido el conflicto abierto. Durante estos años, la Defensoría del
Pueblo se encargó de contabilizarlos y clasificarlos, llegando a registrar
miles de ellos por año, predominando los denominados «conflictos
socioambientales», es decir, aquellos generados por las actividades
extractivas.
Entonces, no es
solamente que ahora busquemos salirnos de los canales instituidos y tengamos
propensiones a fusilar a todos aquellos que no comulgan con nuestras ideas o
sentido moral, como quieren unos, o creer que los militares pondrán fin a la
inseguridad ciudadana, como argumentan otros. Hay que remarcar también que, en
esta línea, un denominador común en todas las bancadas recien conformadas, que
además comparten con el Ejecutivo y el Congreso anterior, es que ninguna ha
tenido un planteamiento político y una solución por el estilo al problema de la
corrupción, salvo declarar su «inflexibilidad» ante ella y/o la posibilidad de
«combatirla» incluso fuera de la ley.
¿Cuáles son los
límites de una «mano dura» que tanto atrae a un electorado cansado de una
situación que impacta negativamente en su vida cotidiana? Lo hecho hasta el momento
en materia anticorrupción no está siendo asociado a más y mejor democracia,
como debiera ser, circunscribiéndose a lo que buenamente puede avanzar en el
ámbito legal un grupo de fiscales y jueces. Menos aún, ni siquiera hemos considerado
que debemos hacerla formar parte de un marco global que busca disminuir la
incidencia de este delito, por los inmensos daños que provoca en términos económicos
y, especialmente, en la adecuada gobernanza nacional y global.
Ante esto, cómo
podemos formular un debate respecto a derechos afectados por la corrupción, más
allá de lo que digan los abogados o dirigentes políticos, cuando lo que está en
cuestión no es solamente el grado delictivo del comportamiento de los
corruptos, sino cómo estos delitos afectan los derechos que el Estado garantiza
y, a su vez, cómo este controla la acción de las corporaciones y las obliga a
que este objetivo –no dañar derechos reconocidos– sea parte de sus
obligaciones.
Esto es, creemos, lo
que debería ponerse sobre el tapete con la intención de Odebrecht de denunciar
al Estado peruano ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias
Relativas a Inversiones (Ciadi). En otras palabras, esta acción de la empresa
brasilera no se ha activado teniendo en consideración solamente que esta
posibilidad estaba estipulada en los contratos. En sus cálculos hay muchos más factores
como, por ejemplo, el peso específico que podría tener el Perú en las
jurisdicciones internacionales, su capacidad de defensa en estas instancias,
los ámbitos y espacios que forman parte de su estrategia, la direccionalidad,
calidad y cantidad del impacto que una u otra sentencia podría provocar, etc.
Es decir, en estos
espacios se pone en juego mucho más que un básico sentido de lo legal y en eso
no estamos precisamente en las mejores posiciones. En ese sentido, ahora que
ponemos en tela de juicio parte de lo actuado por los fiscales encargados de
llevar adelante los procesos que implica a las empresas constructoras
brasileñas, debemos tomar nota que no todo corresponde a las acciones que hagan
o dejen de hacer. Lo más importante ahora resulta ser la posición politica del Ejecutivo
sobre la corrupción, qué metas se propone, saber cuáles son sus instrumentos y
qué resultados ha alcanzado.
Así, como acción
urgente, no estaría mal hacer un balance sincero sobre los logros parciales que
se habrían alcanzado con el Plan Nacional de Integridad y Lucha contra la
Corrupción 2018-2021, que reemplazó al Plan Nacional de Lucha contra la
Corrupción que iba hasta el 2017, y que fue definido como una estrategia que:
(…) articula acciones de prevención,
detección, investigación y sanción, diferenciando los distintos niveles de
corrupción que existen y la manera diferenciada de su impacto, así como una estrategia
de participación conjunta y articuladas de las entidades y la sociedad en su
conjunto.
Inmersos en esta
problemática, desde estas páginas alcanzamos algunas reflexiones que nos
permitan no solo entender cuánto socava la corrupción a la democracia y al Estado
de derecho, cuánto le resta a la construcción de un proyecto nacional que
incluya a todos los peruanos y peruanas, y cuán distantes podemos estar de
enfrentarla adecuadamente, más allá de los términos legales. Esperamos que esta
entrega contribuya a este propósito.
Lima,
abril del 2020
1 Braudel, Fernand. La historia y
las ciencias sociales. Madrid: Alianza Editorial, 1970.
2 Ricoeur, Paul. Tiempo y narración
I. Configuración del tiempo en el relato histórico. Ciudad de México: Siglo
Veintiuno Editores, 2004.
3 De Certeau, Michel. La invención
de lo cotidiano 1. Artes de hacer. Ciudad de México: Universidad
Iberoamericana, 2000.
4 Dosse, Francois. «El acontecimiento
histórico. Entre Esfinge y Fénix». Historia y Grafía, n.º 41. Ciudad de
México: Universidad Iberoamericana, 2013, pp. 13-42.
5 Grupo Propuesta Ciudadana (GPC). La
participación ciudadana y la construcción de la democracia en América Latina.
Seminario internacional. Lima: GPC - Asociación
Servicios Educativos Rurales (SER) -
Consorcio Sociedad Democrática CONSODE - Oxfam, 2004.
Publicado en http://www.desco.org.pe
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